domingo, 5 de febrero de 2017

Bitácora

Frankenstein

 Por Pedro Conrado Cúdriz
Alguien llegó, con cosas del pasado, / alguien que habla de ayer ha regresado, / pero aquel que se fue jamás regresa. 
William Ospina, poemario: Una sonrisa en la oscuridad.

 Aquí se inició todo, en la casa de los abuelos, en el patio despejado y abierto a los ojos del mundo, como una vitrina desde donde se podía ver todo. Recuerdo que por dentro, la casa era cuasi oscura, con aire gris y no sé por qué la imagen del tío Lucho resurge de los restos de la cueva de mi memoria con sus equipos de trabajar la madera y no sé si esa realidad era cierta o es una simple imagen de ficción de mi pobre mente del presente. Sin embargo, la imagen de la que sí estoy seguro, es la del abuelo Pifa con su  tabaco en la boca, café, sus manos y dedos llenos de goma amarilla y él rodeado de zapatos usados. La atmósfera era de los finales de los años 60, con la única marca que perdura hoy contra el tiempo y los avergonzados: la de los flagelantes. 

Yo era un chicuelo o un chaval afanado seguramente por encontrar un lugar en el mundo, incierto, invisible, sin otra idea del universo que la que me regalaba precariamente la aldea donde crecí con los miedos de la semana santa, el penitente del otro mundo, el jinete sin cabeza, la muerte de Palmar, la troja, las brujas mutadas en patas paridas o puercas… Ese ropaje rural ha perdurado tanto, que a veces temo el advenimiento de un ser maléfico en forma de cerdo, atravesado en mi camino para no dejarme llegar a ninguna parte. Estos recuerdos sobrevienen a mi mente en el transcurso de la lectura de “El año del verano que nunca llegó,” de William Ospina, en el que el autor logra transmitirnos magistral y poéticamente el terror del nacimiento de Frankenstein y el vampiro, la noche del 16 de junio de 1816. Contra toda la racionalidad occidental, Ospina se atrevió a escribir esta novela para narrarnos el nacimiento del homúnculo, del monstruo sin madre y sin infancia. Leamos al autor: “Así llegamos a la paradoja central de que haya sido engendrado por una mujer el hombre triste que no nació de una mujer… el ser en quien no alienta un alma sobrenatural sino una descarga eléctrica… ¿Qué es lo que nos conmueve de ese ser sino su inermidad y sus soledad espantosa? No haber tenido infancia, no poseer recuerdos…” 

Esta novela me trasladó a los pavores de la infancia, a la oscuridad de la casa, a la oscuridad de la calle, a la oscuridad del patio donde nadie quería buscar y encontrar un juguete perdido, cualquier objeto, cosa, porque el alma se moría del susto y la carne temblaba, los ojos se salían de órbita, el corazón amenazaba con saltar del pecho y la vida se colocaba en vilo por el terror del instante. Estas vivencias se terminaron cruzando con las emociones que inspira “El año del verano que nunca llegó,” con Ginebra, con Villa Deodati, con los poetas Byron y Shelley, con Polidori, con el lago Lemán, con los miles de sueños de Mary Wollstonecraf, con la energía eléctrica, con la locura de unos jóvenes que se morían del veneno juvenil, o con “los horrores del alma” como decía Poe.

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