domingo, 23 de agosto de 2015

Desde las troneras del San Felipe

Márquetin literario

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

En un mundo mercantilizado, la literatura se ha convertido en un bien más de consumo, y esto no tendría nada de censurable, sino fuera porque el arte está siendo atropellado por fenómenos ajenos a él. 

Cuando entramos a las librerías somos recibidos por  galerías de imágenes de mujeres desnudas y en las más diversas poses de invitación, dejando en un segundo plano el contenido del libro, como si fuera lo que menos importara. 

Pero lo más lamentable es que son los mismos escritores quienes escogen para sus portadas desvalorizadas modelos Play Boy, mandando su propio trabajo al sótano de lo irrelevante. 

No creo que se deba prescindir de la fotografía o cualquier otro arte para buscar llevar el libro al lector, pero sí es necesario ser consecuente con la literatura. Una fotografía artística, una buena pintura le dan un toque elegante a un libro, pero no puede ser más importante la caratula que el contenido de la obra.

Con las editoriales no hay nada que hacer, manejadas por “expertos” en márquetin, se creen el cuento de que “una imagen vale más que mil palabras”, y proceden a indigestar el mercado con cuanta extravagancia se les ocurre. En este orden de ideas, no estaremos lejos de ver a una mujer desnuda frente al pelotón de fusilamiento para vender alguna reedición de “Cien Años de Soledad”. 

Y qué decir de los prologuistas profesionales, pagados por las multinacionales de la edición, haciendo alabanzas descaradas e impunes a verdaderos bodrios, libros los cuales saldría muy barato botarlos lo más lejos posible para que no puedan embrutecer a nadie más. 

Han llegado al colmo (las editoriales) de pagar “recomendadores” por televisión, periódicos y revistas, para que estos falsos sabios, le digan a la gente, ¡los cuarenta libros que se han leído en la semana!, y que usted puede comprar con toda confianza. Pero lo peor es que hay incautos que les creen.

Cuando el autor hace un monumental esfuerzo por publicar por su cuenta, muchas veces cae en el error de buscar autores prestigiosos para que le hagan el prólogo, entonces asistimos al patético espectáculo de verlos mintiendo descaradamente sobre la obra del otro, presentándolo como lo mejor de los últimos treinta años.

Hay un profundo vacío ético en quienes esto hacen, pues si usted se percata de que la obra puesta bajo su lupa no tiene ribetes literarios y menos artísticos, devuélvala y excúsese de ello. En la literatura no cabe la lástima, peor sería engañar a esa persona con sus palabras elogiosas, y de paso, desacreditarse usted mismo.

Las personas pueden hacer con su dinero lo que a bien tengan. Si desean ver sus fotos en los libros para mostrarlos a los amigos, a la familia,  a los vecinos, a los compañeros de trabajo, al jefe, al Presidente, ese es su derecho; y si quieren publicar las cartas de amor de su juventud, sus peripecias sexuales, sus sermones, sus descubrimientos de la vida, sus máximas de costurero, sus inquietudes de jubilado, o lo que deseen, ¡qué lo hagan! Es su dinero, su dedicatoria, su ego, “su…” lo que ustedes quieran, pero que nadie venga desvergonzadamente a decir que “acaba de aparecer una verdadera promesa de las letras”, “una voz profunda y dinámica que enriquece al arte con su inteligencia”, “un estilo único e inimitable” y otras necedades del mismo tenor. 

Esta columna lo único que pide es respeto por la palabra, respeto por los grandes maestros que han marcado el camino, respeto por el lector que llega a una obra confiando en el criterio juicioso de  los expertos, y lo más importante, respeto por quienes se inician en la literatura. 

Bienvenido el márquetin, pero nunca por encima del arte.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Bitácora

¿Por qué amamos tanto la guerra?

Por Pedro Conrado Cúdriz

Me decía un vecino hace días, con la convicción del carbonero, que no se puede hacer la paz con una guerrilla criminal. Lo que se puede hacer es la guerra eterna. Eso me dijo. Ahora que recuerdo su perorata, me pregunto si eran los tragos los que hicieron que mi vecino soltara toda su ignorancia acumulada desde hace siglos o simplemente que siguiera vencido por la manía de la habladuría.

Que yo recuerde, ninguno de sus hijos fue a la guerra y su libreta militar la transó en una compra antipatriótica en el mercado que montan los militares en sus oficinas todos los días. Nunca lo he visto con un libro en las manos, además no tiene biblioteca ni el hábito de comprender el país a través de la prensa escrita; lo que si tiene es un televisor gigantesco para extrañarse con la programación nacional y en especial con los noticieros nacionales, salpicados de atracos y muertos diarios.

Lo que realmente quiero decir, es que su percepción del país y de la guerra le es incomprensible y además ajena, porque él solo repite lo que los noticieros quieren que repita.

Así como la gente habla de Dios sin conocerlo, así mismo ocurre con su percepción de la guerra y la paz nacional. Sin formación política, y en el peor escenario del analfabetismo, las gentes se atreven a decir que Dios existe, pero también a rechazar el acuerdo imperfecto de paz  de la Habana sin saber nada de él. Esta coherencia metafísica solo es posible por el filo del machete de la ignorancia y el control social.

Sin ir muy lejos, los mismos que maltratan a sus hijos y a sus esposas, que le roban al Estado, son los mismos amantes de la guerra, son los que se oponen a su fin para siempre. Sin embargo, no entienden de los intereses y las ganancias que oculta la guerra. Sus creencias patricias les han impedido ir más allá de su propia piel, aprender de la guerra sempiterna nuestra, aprender a ser empáticos y además que les duelan los hijos ajenos, las víctimas de la guerra y los soldaditos de la pobreza, que mueren como perros hambrientos y abandonados en la selva colombiana.

Uno no entiende este país, o sí, uno lo entiende; por ejemplo, comprende lo que quieren los gobernantes, pero uno no asimila cómo los más jodidos de este país terminan pensando como gobernantes de derecha o como oligarcas: desprecian a Santos, el presidente, el que intenta acabar con sesenta años de conflicto armado, pero aman a Uribe, el expresidente y senador amante de la guerra.

La gente no quiere ver a los guerrilleros haciendo política, pero venden y compran el voto y terminan eligiendo a exnarcos, paracos, sujetos sub júdice, corruptos, etc. Creo que se han acostumbrado a la oscuridad de sus vidas, al abandono y la negligencia estatal, a sus impotencias políticas, a sus frustraciones y a la muerte de la esperanza, a la pobreza y a la mediocridad del vivir de Colombia.

Nadie se preocupa por comprender por qué somos así, por qué nos odiamos, por qué somos amantes resueltos de la guerra, por qué estamos ciegos, por qué vivimos y anhelamos vivir lejos de la paz. Es importante entonces, saber estas cosas para no formar parte del ganado borrego de los guerreros, es importante saber lo que pasa en La Habana para que nuestros hijos y nietos vivan en otro país.