domingo, 8 de febrero de 2015

Escritor invitado

¿De qué color es tu piel?

Por Carlos Colón Calado

Hace unos años, le escuché a la historiadora Diana Uribe en uno de sus programas radiales en el que hablaba de los hombres y mujeres sacados del continente africano para ser comercializados y finalmente vendidos como bestias y esclavizados sobre todo en la América Hispana, que Europa, y España en particular, tarde que temprano tendrían que indemnizar a los afrodescendientes de esa multitud de personas, entre 50 y 80 millones calculan los historiadores, a los que sometieron a la ignominia de vender y comprar como cosas, como bestias. Pero yo me pregunto: ¿qué tipo o cuantía de “indemnización” es suficiente para resarcir ese crimen?

Me hago esta pregunta porque más que dinero estoy seguro que los afros dispersos por el mundo y que fueron subordinados a esos vejámenes, pedirían que ese mundo entero controvirtiera e impugnara el hecho de la esclavitud del africano, lograda por una supremacía en las armas de los europeos esclavistas, porque de lo contrario dudo que lo hubieran conseguido.

Desde que tengo uso de razón se debate en todos los rincones del mundo el holocausto judío, sobre todo cuando se conmemora. Pero me sigo preguntando dos puntos y aparte, 
¿alguna vez se ha escuchado un grito de dolor universal por el holocausto de los africanos que duró casi tres siglos, y aún continúa cuando asesinan jóvenes negros en los Estados Unidos de América, y en todas partes del mundo son discriminados, excluidos, desplazados, humillados y ofendidos?
¡Que yo recuerde jamás! Pero de pronto ustedes tienen mejor memoria que yo y me lo hacen ver y me lo demuestran.

Se ha escrito uno que otro libro o novela o cuento sobre este hecho vergonzoso de la historia, justificado inclusive por grandes filósofos o pensadores. Pero un gran debate donde se escuche a los desarraigados, esto es, a los africanos y a los que descienden de los africanos que algún día fueron esclavizados, jamás.

Algunas películas de los norteamericanos, en un acto de mea culpa, tratan tangencialmente el tema de la esclavitud y de la discriminación contra la gente negra, pero son voces aisladas que pronto se olvidan. “Yo tengo un título de propiedad sobre él y puedo hacer  lo que me da la gana, refiriéndose un hombre blanco del sur de los Estados Unidos, con respecto a un negro esclavo que acaba de matar después de violarle la mujer delante de todos los trabajadores, también esclavos, en la película El mayordomo de la casa blanca. Y concluye sin inmutarse: ¡Entiérrenlo! 

Eso eran, un objeto sexual, una silla de montar, una vaca que se compra y vende. No eran más mientras duró la esclavitud forzada a que los sometieron. 1852 en nuestro país y los españoles criollos no querían soltar su presa que le dejaba buenos estipendios mientras trabajaban, y después al ser vendidos. El sur contra el norte en Norteamérica, no porque a nadie, ni a Lincon le doliera el dolor de los negros, sino porque estaba en juego su economía con la llegada de la máquina que reemplazaba una sola, decenas de brazos esclavizados.

¿Y entre nosotros? Absurdo pero somos racistas. Todos, hasta los mismos negros son racistas al no creerse negros. Se dan ciertas explicaciones:
Han sido tan excluidos que no quieren ser negros. Y muchos quieren aprovechar el color de su piel para obtener “ciertos beneficios” que leyes o normas timoratas les consiguen. Se entiende, es la lucha por la supervivencia, pero deben alcanzar con su fuerza la liberación absoluta. Que logren un debate universal que grite la injusticia y el dolor que padecieron. Que estremezcan el mundo con sus voces de petición de justicia, equidad e igualdad, no de lamentaciones. 

Los africanos traían su propia cultura y religión, las que intentaron mantener con el sincretismo en un acto de inteligencia para sobrevivir. Esa cultura y parte de la religión la conservan heroicamente en un país que dice llamarse constitucionalmente multiétnico y multirracial pero solo en enunciados. No solo es cuestión de color de piel, también que se respeten sus derechos a que se manifiesten como son y cómo piensan y sienten.

Que pidan cuenta por la tragedia en que los sumergieron. Que promuevan un estallido de palabras que forme conciencia y logren que los visibilicen y los vean como tal y como son, negros orgullosos de lo que tienen, y sobre todo de lo que pueden aportar a la humanidad. Que tengan las mismas oportunidades de todos los demás ciudadanos.

viernes, 6 de febrero de 2015

Bitácora

Lecturas de fin y comienzo de año

Por Pedro Conrado Cúdriz

La percepción que tiene la gente del fin de año es catastrófica: la del fin del mundo, razón para abandonar toda actividad y dedicarse a la jugosa flojera del arte de la nada; quiero decir, la cesación de pensar críticamente el universo, porque simplemente hay que dejarse llevar por las aguas quietas de la abulia, la fiesta y la euforia episódica del alcohol.

Esta percepción religiosa del tiempo del mundo, cómoda para las grandes mayorías, puede ser opresiva si se extiende hasta el extremo del nuevo tiempo, en nuestro caso al tiempo del Caribe, hasta y después de las carnestolendas de febrero. 

Frente a esta tiranía fiestera hay que hacer un gran esfuerzo para escapar por la puerta trasera del baile y empezar a ejercer la locura de los vientos. Es decir, la locura de estrellarse contra el aire, las cosas, los árboles, las casas y la tradición. Es, en este caso, la libertad pura, absoluta.

Lo que quiero decir es que en medio de la baraúnda del fin de año y comienzo del nuevo, y en medio de la poderosa sensación de que ingresé a la rueda de un tiempo reconocido, pero cargado de la archiconocida vejez del mundo, pude leer a dos autores fabulosos: León Felipe -1884-1968 (Prosas) y Henry D Thoreau -1817- 1862 (Cartas a un buscador de sí mismo).  

A estos autores los tropecé por casualidad en Bogotá, a uno (León Felipe) lo observé perdido entre el alma de varios libros usados y en medio de corotos viejos y al otro (Thoreau), le di la mano en otra librería, pero bajo el sello de lo nuevo. Los incluí en mi mochila de viaje hasta Barranquilla, donde desembarqué por la noche después de una hora de vuelo. Venían en compañía de otros autores, documentales audiovisuales y películas.

Volar es una sensación extraña de destino incierto.

León Felipe reivindica la poesía en una búsqueda endemoniada por ser, a pesar de la prosa. “… Siempre me he escapado, escribe, de “llegadas y despedidas”,  de festividades y recordatorios. He vivido en un mundo sin fechas. No he sabido nunca cuando era la feria…” Más adelante: “Si se abriese ahora, de improviso, la puerta y alguien se adelantase a preguntarme quién soy yo, no sabría decir cómo me llamo… ¿Quién soy yo? He aquí una buena pregunta para hacérsela el hombre por la tarde, cuando ya está cansado y se sienta a esperar en el umbral de la noche.” Y al final: “Puedo explicar mi vida con mis versos”.

Prosas es una especie de experimento sustanciado con la prosa y la poesía. Un talentoso ejercicio poético que busca despertar en el lector la rebeldía, exaltada en la “teoría” del hombre prometeico. 

Thoreau, por su parte, fue un rebelde, un caso raro, creo, entre los hombres de su época. Se negó a pagar impuestos, oponiéndose a la guerra contra México y a la esclavitud en los Estado Unidos. Quizás él fue el ejemplo para que Muhammad Ali se rebelara, un siglo después, a participar en la guerra de Vietnam. Ambos fueron encarcelados. 

El libro de las Cartas, una correspondencia sostenida durante 13 años con Harrison G. O. Blake, es una defensa tierna de la naturaleza, a pesar del “pensamiento salvaje” del autor. “Ser admitido en el corazón de la naturaleza, le escribe a Blake, no cuesta nada”. Inmerso en su lectura me vino a la memoria un cuento hermoso, leído hace menos de un año: el hombre que plantaba árboles, de Jean Giono.

Thoreau dictaba conferencias y experimentaba con la naturaleza, vivía en el corazón de la tierra y escuchaba la risa del río Assabet, e incluso era un agradecido con los frutos que venían enredados en la turbulencia de sus aguas. Le hablaba al oído a Blake para invitarlo a emularlo: “La propia pobreza de la naturaleza exterior, le escribía, exige una riqueza interior en el caminante”.

Lo increíble de esta experiencia lectora es la de poder otear el pensamiento de hombres ilustrados de tiempos del pasado lejano y cercano a nosotros. Comprobar si el hombre esencialmente sigue siendo el mismo, o el mundo sigue siendo también ese parche de horrores y belleza extraordinaria. En esto consiste el viaje de la lectura, en ser visores, en comprobar y comparar los mundos.