domingo, 19 de febrero de 2017

La educación, arma fundamental

La educación, arma fundamental de liberación del pueblo…

Por Delia Rosa Bolaño Ipuana
 
La Guajira está en una situación triste y lamentable, ahora el Gobierno central quiere poner control a la corrupción, lo que sorprende es que dicho control  a los únicos que beneficia es a ellos mismos, a los miembros del Gobierno y a sus departamentos, porque a La Guajira solo la exprimen. Ahora con los nuevos hallazgos de petróleo el signo peso se les pintó en los ojos,  pero bueno eso pasa por la inconciencia que hay en La Guajira,  el egoísmo , las trampas, la envidia, el oportunismo, la falta de amor por lo nuestro, pero cuando digo lo nuestro, no me refiero a la plata, me refiero a la riqueza más grande que deben tener los pueblos, que es el amor a su tierra, por su gente, donde se busquen alternativas sabias que beneficien a todos, no  solo a sus familiares y a unos cuantos de la rosca, he aquí las consecuencias de los errores, tarde que temprano todo cae por su propio peso, la invitación es a reflexionar sobre nuestro caso ¿qué nos toca hacer de ahora en adelante? 

Simplemente prepararnos de verdad, trabajar por el bien de todos, educar a nuestros hijos en valores colectivos, a luchar por mantener la imagen y el equilibrio de su tierra, no abandonarla, irse de ella a disfrutar a otros lugares,  se debe disfrutar  de lo que ella tiene aquí mismo, administrar lo nuestro, pienso que cuando se deje de vender el voto y se elija a conciencia, tendremos una Guajira más responsable, con más argumentos y más sostenible, ya que existen las riquezas más grandes de Colombia en ella, el carbón, la sal, el gas, el turismo, y  ahora petróleo, pero nos falta lo más esencial: la riqueza humana, la riqueza de la ciencia, la cultura, sin esta realmente será imposible gobernar lo nuestro.

El poder es para gente sabia, para personas inteligentes, capaces de apartar el interés individual y vivir el un interés social.

En La Guajira se debe dejar la afición por lo realmente necesario, en La Guajira reinan los aficionados,  hablamos muchas veces sin medir las palabras, es un tiempo donde ya no se aguanta mas inconciencia, se debe pensar, no solo en el carro último modelo y la nueva casa que puedo tener con dicho contrato, se debe empezar a visualizar cómo quedaría la imagen del pueblo con dicha obra millonaria, siguiendo con esto no conseguiremos nada, se debe dar pasos, pero pasos de elefantes, que dejen huellas gratificantes, no huellas dolorosas que con el tiempo tú mismo lo lamentarás, solo soy una guajira más , una de esas que trata de aportar bajo las limitaciones que el mismo sistema político, cultural y social que mi tierra ha adoptado, pero sé que el mismo tiempo logrará direccionarlo, la liberación llegará, nos está dando duro, pues educarse no es fácil, pero ella llegara…

martes, 7 de febrero de 2017

Por el ojo de la cerradura

 Pequeña crónica de un asalto
¡Esto es un atraco y el que se mueva, lo matamos!

Por Tito Mejía Sarmiento*
Las manecillas de su reloj de pulsera marcaban exactamente las 5 y 45 de aquella gélida mañana del miércoles 25 de enero de 2017, cuando Rubén Arano, profesor especialista en Literatura Comparada se montó (calle 96 con carrera 42F) en el bus de la línea Flota Verde que lo dejaría cercano a su sitio de trabajo.
Comenzó a interpretar el vasto silencio de una hermosa universitaria que sentada a su lado, fluía ajena todas sus rosas, mientras allá arriba el firmamento intentaba cerrar las últimas pavesas de mil ojos.
Quince minutos después y cuando sonaba fortuitamente la melodía “Pedro Navaja”, interpretada por el salsero Rubén Blades en el dial de una emisora que el conductor del vehículo llevaba sintonizada, se levantaron de sus sillas dos hombres que sincrónicamente gritaron: ¡Esto es un atraco y el que se mueva, lo matamos! 

El más alto de ellos tenía un acento del interior del país, de figura enjuta y era el que más puteaba y amenazaba a los pasajeros, mientras le iba quitando las pertenencias de silla en silla. No se veía un alma en toda la avenida mucho menos un policía. Rubén Arano se puso a reparar de reojo las pistolas de los maleantes, ya que le daban la impresión que eran de juguete, para ver si podía enfrentarlos debido a que había practicado por muchísimo tiempo karate, aquel arte marcial de autodefensa, pero mejor optó por quedarse quieto. 

Nadie opuso resistencia. El profesor entregó su celular de alta gama, además de 50 mil pesos que llevaba en su cartera, ante la amenazante solicitud del maleante. Acto seguido y, en medio de la confusión, el profesor escuchó otra voz con acento costeño en la parte de atrás que le decía: ¡Hey, tú, ponte de pie, no joda! Era el otro asaltante que había cambiado de posición con la velocidad de la luz. 

Rubén notó que la cara del malhechor estaba aporreada por un acné reciente y que su voz salía estimulada quizás por el alto consumo de drogas. Entonces, se dijo para sus adentros, pensando en sus cuatro hijos y en su mujer: “Esta vaina se jodió”. 

- ¿Por qué venías sentado sobre ese libro?, preguntó el antisocial al profesor. 
- Un libro que voy a regarle a una amiga, respondió sin vacilación. 
-Déjame verlo, replicó sorprendido. El atracador abrió el libro y encontró 250 mil pesos que Rubén había guardado en la página sesenta.  
-¿Y le ibas a regalar además del libro, 250 mil pesos, cabrón? Le refutó con una inusitada soberbia.
Por último atino a decirle al profesor: ¿De qué trata el libro? 
-Pues, “El olvido que seremos” de Héctor Abad Faciolince. Trata de la reconstrucción amorosa, paciente y detallada de un personaje que dedicó los últimos años de su vida, hasta la misma noche en que cayó asesinado en pleno centro de Medellín, a la defensa de los derechos humanos, le detalló Rubén ya sin temor, y ante el asombro de todos, incluyendo al propio conductor, que entre cosas, los asaltantes no le quitaron el producido del primer recorrido, dejando una monumental duda entre todos los pasajeros. 
-Este libro también me lo llevo porque puede servirle a mi hijo que está estudiando derecho, atinó a decir al bajarse con su compinche en el parque Sagrado Corazón de Barranquilla.
Al llegar a su sitio de trabajo el profesor se puso a leer un poema del primer libro que encontró en su compartimiento, casualmente en la página sesenta, titulado “Los hijos de la calle” de Tito Mejía Sarmiento:
Los hijos de la calle, los mismos de miradas rotas en el piso, se levantan con el hambre y se acuestan con las estrellas. Muy a pesar de todo, danzan alegres como el dragón que lanza fuego de presagios despiertos por las escalinatas del día. 

*Tito Mejía Sarmiento
Filólogo, poeta, escritor y locutor.
Ganador del Ganador del Quinto Concurso Nacional Metropolitano de Poesía (2001)

domingo, 5 de febrero de 2017

Bitácora

Frankenstein

 Por Pedro Conrado Cúdriz
Alguien llegó, con cosas del pasado, / alguien que habla de ayer ha regresado, / pero aquel que se fue jamás regresa. 
William Ospina, poemario: Una sonrisa en la oscuridad.

 Aquí se inició todo, en la casa de los abuelos, en el patio despejado y abierto a los ojos del mundo, como una vitrina desde donde se podía ver todo. Recuerdo que por dentro, la casa era cuasi oscura, con aire gris y no sé por qué la imagen del tío Lucho resurge de los restos de la cueva de mi memoria con sus equipos de trabajar la madera y no sé si esa realidad era cierta o es una simple imagen de ficción de mi pobre mente del presente. Sin embargo, la imagen de la que sí estoy seguro, es la del abuelo Pifa con su  tabaco en la boca, café, sus manos y dedos llenos de goma amarilla y él rodeado de zapatos usados. La atmósfera era de los finales de los años 60, con la única marca que perdura hoy contra el tiempo y los avergonzados: la de los flagelantes. 

Yo era un chicuelo o un chaval afanado seguramente por encontrar un lugar en el mundo, incierto, invisible, sin otra idea del universo que la que me regalaba precariamente la aldea donde crecí con los miedos de la semana santa, el penitente del otro mundo, el jinete sin cabeza, la muerte de Palmar, la troja, las brujas mutadas en patas paridas o puercas… Ese ropaje rural ha perdurado tanto, que a veces temo el advenimiento de un ser maléfico en forma de cerdo, atravesado en mi camino para no dejarme llegar a ninguna parte. Estos recuerdos sobrevienen a mi mente en el transcurso de la lectura de “El año del verano que nunca llegó,” de William Ospina, en el que el autor logra transmitirnos magistral y poéticamente el terror del nacimiento de Frankenstein y el vampiro, la noche del 16 de junio de 1816. Contra toda la racionalidad occidental, Ospina se atrevió a escribir esta novela para narrarnos el nacimiento del homúnculo, del monstruo sin madre y sin infancia. Leamos al autor: “Así llegamos a la paradoja central de que haya sido engendrado por una mujer el hombre triste que no nació de una mujer… el ser en quien no alienta un alma sobrenatural sino una descarga eléctrica… ¿Qué es lo que nos conmueve de ese ser sino su inermidad y sus soledad espantosa? No haber tenido infancia, no poseer recuerdos…” 

Esta novela me trasladó a los pavores de la infancia, a la oscuridad de la casa, a la oscuridad de la calle, a la oscuridad del patio donde nadie quería buscar y encontrar un juguete perdido, cualquier objeto, cosa, porque el alma se moría del susto y la carne temblaba, los ojos se salían de órbita, el corazón amenazaba con saltar del pecho y la vida se colocaba en vilo por el terror del instante. Estas vivencias se terminaron cruzando con las emociones que inspira “El año del verano que nunca llegó,” con Ginebra, con Villa Deodati, con los poetas Byron y Shelley, con Polidori, con el lago Lemán, con los miles de sueños de Mary Wollstonecraf, con la energía eléctrica, con la locura de unos jóvenes que se morían del veneno juvenil, o con “los horrores del alma” como decía Poe.