domingo, 7 de julio de 2013

El ojo de la cerradura

Historia de un viejo poeta en Barranquilla

Quien extravió la vida al recrearla
con secreta pasión, al hilo de palabras
que forjaron, tal vez, su limpio emblema,  
vuelve a mirarte desde su cansancio,
donde la luz evita esas pupilas
que un antiguo fulgor encaneció.
Jordi Doce 

Por Tito Mejía Sarmiento

Esta es la historia de un viejo poeta (82 años) que va viendo tras los lentes, como transcurre hoy en día la vida en su amada Barranquilla: La gente saborea la agria copa del miedo (extorsiones de todo tipo a propios y extraños, asesinatos en cualquier barrio a la hora que fuese. Nadie se escapa a este flagelo que se tomó desde hace 8 años a la capital del Atlántico y sus alrededores). Ayer precisamente 4 de julio, se llevó a cabo una gran marcha con muchos comerciantes, transportadores, vendedoras(es) de apuestas de azar para ponerle freno a la ola de violencia, inseguridad... 

      Sin embargo, el viejo poeta sigue su rumbo y nota también que las aves ya no descienden a sus nidos al
anochecer en esta otrora tranquilla urbe del Caribe Colombiano, la mujer amada es más culpable de su sexo, el estudiante ya no sueña porque el tiempo es más difuso, y busca sin agrado el milagro en los clasificados del diario, el sol calienta eso sí, más que antes y  los árboles no dan frutos sino bodrio, porque la lluvia desde los ayeres del labriego, (el mismo labriego que dejó inhabitada su parcela y huyó sin rumbo desconocido amenazado  por los cañones  encenagados), no se ve sino en aquella oportunidad,  cuando un pordiosero mutilado de su mano derecha, extendió la otra y en vez de monedas le cayeron gotas del cielo a un costado de la puerta principal  de la Iglesia de San Nicolás.
     
Pero, a pesar de todo, el viejo poeta sigue viendo tras los lentes, como la obesa quinceañera, en su desespero recorre el espejo tanta veces en busca de un mejor perfil y ve además, como el ladrón de ojos  escarlata pretende aparear con violencia la fogosa hembra en las auroras, como  la suerte del sicario, además,  ya no está en el pago sino en su propia huida, y  para colmo, el viejo poeta  sorprende a papá Noel saqueando el sueño de los infantes en abril para no ser generoso en diciembre.

      Esta es la historia de un viejo poeta de 82 años  que intenta seguir limpiando  con sus versos, esa  pestilente visión de la urbe caribeña  de más de 2 millones de habitantes, (olvidada por sus propios dirigentes y por el  centralismo), antes que suba al cielo donde a lo mejor tampoco encuentre el  diván perfecto para otear mejor hacia abajo y seguir derramando sus versos con ganas.

Bitácora

El Poder, el control y la distopía

Por Pedro Conrado Cúdriz

La columna del sociólogo Alfredo Molano Bravo en El Espectador del domingo 18 de noviembre del año pasado, me condujo a la revisión de una de mis lecturas de fin de año: “Morirse de vergüenza”, del neuropsiquiatra europeo Boris Cyrulnik. La columna la tituló el sociólogo: “Del honor y otras maldades”. Escribió Molano: “Su honor (la de los militares) es una especie de cuerpo místico que les permite jugarse la vida y quitársela al enemigo; obedecer sin condiciones; someterse al absurdo de asumirse dueños de la verdad; ser faros, rayos, vengadores sin mácula”.

      En el marco de la reforma al fuero militar que se discutía en el Congreso de la República, resultaba peligroso el fuero porque buscaba ocultarle a la justicia civil las violaciones a los derechos humanos (acceso carnal violento, tortura, asesinatos). Y además, porque estos delitos serían juzgados por la justicia castrense.

      “Dueños de la verdad,” podría significar que los militares serían capaces de construir o amañar “sus verdades” para resguardar la máscara de la institucionalidad y la legitimidad.

      La historia del grafitero, asesinado presuntamente por un policía, en Bogotá, hace más de tres meses, nos sitúa en aquellos episodios de la ciudad que a los ciudadanos del común nos gustaría que no sucedieran, porque desenmascaran las porquerías de una institución que seguramente lucha contra la corrupción de sus miembros.  

      El honor –vocablo militar, primo hermano de los vocablos honorable, soberbio u orgulloso–, la lucha por el honor, digo, degenera el ideal bondadoso de la policía, porque siempre obliga a ocultar los errores y a defender a capa y espada la reputación patriótica de la institución, pero también a una conducta de acatamiento y sometimiento para alcanzarlo.

      Los que leímos la entrevista que Cecilia Orozco le hizo al padre del joven asesinado, este domingo 29 de junio/2013 en El Espectador,  nos morimos de vergüenza y asombro, pero también logramos explicar las causas de la corrupción policial a través del malentendido honor patriótico de las fuerzas armadas.

      En el libro “Morirse de vergüenza”, Boris Cyrulnik trae algunos ejemplos importantes, ocurridos en la segunda guerra mundial y relacionados con las órdenes militares “ejecutar” y “acatar”. Dice el neuropsiquiatra que la elección de la orden “ejecutar” libera al soldado del sentimiento de culpa y del arrepentimiento, mientras que la palabra “acatar” lo libera del crimen a pesar de ser un signo de debilidad militar y conductor de la vergüenza. Abstenerse de asesinar a miles de niños, en medio de las órdenes de guerra, es una conducta entrañablemente bella.

      En el primer caso, el soldado se convierte en un robot asesino y en el segundo, es un simple ser humano; eso sí, prisionero de un sistema que quizá repudie. “Acatar”, es entonces la fuerza de la duda, la posibilidad de que el hombre-soldado no crea tanto en los honores y en el orgullo patriótico del sistema militar.

      Los comandantes y generales del ejército y de la policía nos creen incapaces de comprender la furia de la ideología patriótica de los militares y la máquina de muerte que se moviliza en las acciones de guerra militar; sin embargo, el mundo se inventó unas normas humanitarias para regular la guerra entre combatientes y la población civil. Pero la ciudad se convierte, a voluntad, en un escenario de guerra para los enfermos mentales disfrazados de policías, que terminan quitándoles la vida a jovencitos inocentes. Por supuesto, que no podemos olvidar a los policías buenos, pero tampoco la suma de actos de vergüenza que le tapan la boca a las explicaciones aisladas y accidentales del oficio.

      Octavio Paz, el desaparecido escritor y poeta mexicano, decía en alguna ocasión para la televisión española, que el Estado contemporáneo tendía al totalitarismo, lo que en sus propias palabras daba lugar a la creación de un Estado criminal. Porque el Estado ha terminado siendo dueño de la vida, la honra y los bienes de los ciudadanos.

      En un conversatorio con adolescentes del último grado de secundaria, éstos no pudieron aclarar la manera cómo está organizada la sociedad. Dieron varias vueltas a varias de sus ideas, pero desconocieron que el orden del mundo lo genera el poder y el control social; quien lo tenga terminará imponiendo o tratando de imponer sus reglas a la sociedad (Chávez, en Venezuela, Pinochet en Chile, Uribe en Colombia). Con razón, el mismo Octavio Paz sostenía que la política no era una religión para salvar al hombre, ni una filosofía para volverlo sabio. La política, según este poeta del mundo, debe culminar en un acuerdo justo para todos los convivientes ciudadanos. El fuero militar puede terminar en una zanja de privilegios para los militares, pero en contra del resto de los ciudadanos.

      Quizás la vía del poder neoliberal conduzca a una sociedad dominada y gobernada por los indeseables; distopía llaman los filósofos a este estado.