Confesión de vida triste
Aprovechando la lucidez momentánea de la loca Betulia
Por Tito Mejía Sarmiento
Betulia me dice que tiene 40 años de edad y yo le creo en esta ocasión, porque me está hablando con el amable toque de la cordura y no con el desparpajo de la insania que porta casi todos los días, en una esquina del paseo Bolívar con la carrera 43, en la caribeña ciudad de Barranquilla, donde suele frecuentar el resto de su tiempo, si es que a eso se le puede llamar así.
Betulia o simplemente Betu, como se le conoce por esos lares, es una mujer demasiado hermosa: ojos inmensamente marinos, piel canela que guarda el sol para la lluvia del mañana, cuerpo apropiado, como diría un poeta para eternizar el amor. Su abultado cabello negro aparentemente bien cuidado llega a hacerle juego con el largo vestido rojo que luce hace más de un mes y que según ella, solamente piensa cambiárselo por otro de color verde oliva, la próxima semana.
Le digo que me hable de su pasado y, llevándose levemente su mano derecha a la boca, me manifiesta con enorme voluntad que fue abusada sexualmente por su propio padrastro, un Viernes Santo a las 12 del mediodía, cuando ella tenía 10 años en su natal Fundación, en el departamento del Magdalena.
Unas lágrimas ruedan por sus mejillas, aprieta sus labios, mira para todos los lados, balbucea por momentos cuando continúa diciendo que “un salvaje se aprovechó de mí cuando estaba sola en la casa porque mi mamá había salido para Aracataca a dar un pésame por la muerte de un familiar. Fue algo horrible y decidí irme para siempre de mi casa, sin avisarle a nadie, como aquella ave que un día emprendió su vuelo para nunca más volver a su nido, movida por el temor de ser víctima de otras aves rapaces con los consabidos acosos y abusos sexuales”.
Noto que su mirada carga soledades y el ceño de su rostro de proverbial belleza se frunce, cuando un transeúnte intenta galantearla lanzándole un beso al aire, y que ella esquiva en el acto con el temor infundado de la misma mujer que entró en un cuadro de depresión hace más de tres décadas, mientras la luna llena de Barranquilla, esa luna chiquitín, chiquitica, morenín, morenita como dice el inolvidable verso de Esther Forero, parece conocerle todos sus secretos y le debilita por instantes todos sus devaneos a las 8 en punto de la noche de aquel sábado 21 de octubre de 2017.
En un descuido de la conversación, Betulia, cuyos apellidos no recuerda con exactitud, se agacha para extraer de una caneca de la basura, una lata abierta de sardinas, (luego me daría cuenta que tenía fecha de vencimiento caducada), para comerse lo que resta de ella.
Le digo que quiero ayudarla, recuperar parte de su pasado, y le prometo llevarla a un centro psiquiátrico, pero me suelta una risotada con estentóreos gritos que albergan el silencio de la noche que avanza desesperadamente hacia las perennes sombras: “¿Para qué me quiere llevar a esa cosa? ¿Usted me cree loca, señor?”, riposta con vehemencia.
Dejo pasar unos diez minutos, mientras se pasea en derredor de sí misma, obnubilada, como si sus pies descalzos no encontraran ningún pavimento de apoyo e intenta hablarme más fuerte para acariciar quizás en una especie de fantasía despierta, chispazos pretéritos.
Luego, me dice repetidas veces en unos fugaces segundos de lucidez, que me espera mañana a la misma hora, en el mismo lugar de siempre.
Así lo hice, pero Betulia no acudió a la cita. Comencé desesperado a indagar por ella, pero nadie daba razón. Hoy, 11 días después, pregunto por Betulia, la muchacha que se maquilla por las noches, que dice soñar despierta, que vaga sin rumbo fijo con un trastorno mental no progresivo, y que en su constante trasegar por la vida lleva imbricada en su alma la figura horripilante de su padrastro.
Desde entonces, acudo todas las noches a la esquina del Paseo Bolívar con la carrera 43 de Barranquilla, con la esperanza de verla nuevamente para intentar rehabilitarla con la ayuda de especialistas particulares y para que no siga siendo una mujer más, como dice el colega Miguel Ángel Rojas Arias, abandonada, ignorada, vilipendiada por la sociedad estatal como si fuera una especie silvestre, que no necesita más apoyo que el sol y la lluvia.