domingo, 20 de septiembre de 2020

El cuerpo nos humilla

El cuerpo nos humilla

*Ramón Molinares Sarmiento.

Si fuera un ángel, si habitara en el cuerpo de un ángel, no padecería ahora esta angustia existencial que me tiene al borde de la locura. Dicen que los ángeles son felices mensajeros de las divinidades; yo, en cambio, no sé quien soy, nadie ha podido verme. Sólo puedo asegurar que soy distinto de este cuerpo en que habito desde hace más de ochenta años y que, a diferencia de las plantas, que dan flores y frutos, ya solo produce olores desagradables.   
Ahora permanece enfermo, canceroso, pudriéndose, cercano al morir, que es todavía más terrible que la misma muerte. Espero con impaciencia su fatal desenlace, que será también el mío, porque creo que sólo entonces, cuando me desprenda de él, podré saber quién soy. Vivo encarcelado entre sus huesos y su carne envejecida. Existo como prisionero. Me evado mientras duerme, pero tan pronto despierta me encuentro de nuevo en su prisión, observando cómo satisface el infeliz su infatigable tarea de condenado a comer. Tiene una tripa insaciable que no lo deja en paz, un tubo que se le retuerce en el vientre y que nunca termina de llenar ni de vaciar.
Cada mañana, cuando lo veo sentado en el bacinete, me siento tan humillado como él.  
Para confundirlo conmigo suele emplearse la categoría   Hombre, pero yo prefiero distanciarlo de mí porque sólo así podré dar una idea de lo mucho que me mortifica su presencia, sobre todo ahora, que esta hecho una miseria a punto de morir.
Desprendernos de él, alcanzar los más altos cielos de lo sublime, ha sido la mayor aspiración de nosotros, los espíritus, las almas, la conciencia, como nos nombran. Pero no nos deja; es testarudo, terrenal, no da cuartel, no puede pasar un día sin sudar, sin producir orines. Solo las artes, cuya condición es la irrealidad, tienen la virtud de hacerle olvidar por momentos sus necesidades elementales. Lo animo a pintar en la mañana, con los colores fuertes que empleaba Obregón, un cóndor de alas abiertas, una barracuda de ojos agresivos, un toro   de lidia con el lomo ensangrentado o una muchacha desnuda que lleva en las manos una guirnalda azul; en la tarde, a escribir poemas que procuren sostener el ritmo melancólico de los versos de Meiradelmar; y en la noche a tocar en el piano las dulces melodías de Francisco Zumaqué. Se eleva conmigo en esos instantes, se siente como desprovisto de la miserable materia de que está hecho, pero al día siguiente me humilla sin compasión: no soporto verlo deshacerse del peso de sus intestinos.
A los que viajaron a la Luna y se acercaron un poco más a las estrellas, los obligó también, allá en las alturas, a oler sus hediondeces. Creyeron los viajeros que subiendo a los cielos se sentirían como ángeles, pero regresaron desilusionados, convencidos de no poder ir a ninguna parte porque, en realidad, nadie puede irse del cuerpo en que habita, del animal con quien convive, que es de donde los humanos se quieren ir. Tan odioso es el cuerpo, que los teólogos acabaron por convertir a todos los dioses en un ser abstracto, que no tiene figura corporal. 
Estoy convencido de que el cuerpo y yo no nacimos al mismo tiempo; soy posterior a él, a esa cosa babosa y sanguinolenta que era en el momento de nacer. Por eso admito que la existencia es anterior a la esencia, como dice Sartre. No puedo precisar el instante en que me sentí en él, tan sorprendido como esos lirios blancos que nacen en la hediondez de los pantanos.
Afirman los teólogos que soy un soplo, pero no puedo imaginar a un dios soplando en una figura de barro, hecha de partes tan innobles. Una divinidad bondadosa no habría configurado un ser con unos órganos tan inmundos que hay que llevarlos escondidos. Si en verdad el cuerpo fue creado por un dios, no lo hizo a imagen y semejanza suya; lo hizo de barro con el evidente propósito de someterlo a la burla. Es fácil imaginar la risa, la carcajada de ese dios burlón cuando lo ve sentado en el bacinete, humillado, triste, con la sensación de estar recibiendo un castigo, expiando una culpa. Si no fuera culpable de algo la divinidad no lo sentaría allí todas las mañanas. Tan abominable resulta para algunos la carne humana, esa que se castiga en Semana Santa para expiar los pecados, que Borges creó en Tlon unos personajes sin cuerpo, inmateriales, que solo viven en el pensamiento, apenas sostenidos por la mera sustancia pensante. 
En la más remota imagen que tengo del cuerpo en que habito, lo veo pataleando en la cuna, rabiando, llevándose a la boca las manos sucias. Recuerdo con claridad esta imagen porque creo que fue para esos días, no antes, cuando, para huir de sus malos olores, de esa presencia que me pareció desagradable por primera vez, produje mis primeros sueños, una actividad propia de mi naturaleza inasible, inmaterial, que me permite tomar distancia, convivir con él en relativa independencia. Solo en el sueño soy independiente; cuando el cuerpo duerme me elevo, me alejo de la realidad que me atormenta. ¿Qué sería de mí sí, después de tolerarlo todo un día, no llegara la noche que me permite soñar? Pienso algunas veces que, cuando lo abandone del todo, cuando me desprenda de él, mi felicidad será inmensa; su compañía me ha privado del goce propio de mi condición de espíritu.
Con frecuencia me visita la idea de que las enfermedades, la vejez y la muerte son razones más que suficientes para que los hombres se desprecien, se odien y se maten. El ser humano mata y seguirá matando porque no tolera su condición de mortal hecho de barro. Mata al otro porque quisiera matar en ese otro las miserias que padece. Alcanzar la gloria de cualquier forma de poder y seguir envejeciendo como el más desdichado de los pordioseros es algo que enfurece a los mortales triunfantes. ¡Cómo quisieran los humanos ser distintos de los otros de su misma especie! ¡Cómo atormenta al poderoso sentirse igual al desposeído en el momento de deshacerse de lo comido y bebido en la fiesta de la noche anterior!
Me apena tanto la condición humana que, en mis sueños, los mortales sólo evacuan claveles de colores diversos. En estos sueños los seres humanos se sienten en armonía con todas las cosas del universo. En un mundo de cuerpos floridos ¿Quién sería capaz de apartarse de una dama, a la que, por descuido, le ha quedado colgando un manojo de flores perfumadas entre las redondeces de la cola?

Lo ingrato de estos sueños es presenciar, como ahora, el despertar de este cuerpo de más de ochenta años, que se está pudriendo todavía en vida y al que, ya desahuciado, después de abrirle el vientre para sacarle podridos pedazos de hígado, páncreas y tripas, le han quitado las sondas, los tubos por donde evacúa.
¡Cómo me duele verlo en ese estado! Ha vivido en permanente rebelión contra mí, humillándome con sus ventosidades imprudentes, eructando y bostezando en ceremonias solemnes; estropeando los mejores momentos, levantando el falo cuando no debía y manteniéndolo arrugado cuando tenía que darle la firmeza del roble, pero, a pesar de ello creo haber llegado a amarlo. Es terrible pensar en lo que será de mí sin él. Me aterra la incertidumbre. Me aterran la libertad y el goce que he imaginado, quizá ingenuamente, me sobrevendrán con su muerte. Si pudiera mirarme ¡ay! Si pudiera mirarme yo mismo como lo miro a él. Está al borde de la muerte, a punto de regresar al polvo, al barro de que está hecho y todavía no puedo saber quien soy. ¿Qué haré, cuando el muera, con todo este universo que tengo dentro de mí? ¿Qué haré con todo lo que he aprendido de la vida y de los libros? Verlo como un cadáver me hace anhelar   los días en que lo observaba, como cualquier bebé, orinándoles los vestidos a las muchachas que se lo comían a besos. Es triste saber que se va a morir a pesar de haber sido un niño bello, amado por las vecinas. Me parece injusto verlo agonizando, pudriéndose, mientras yo permanezco intacto, lúcido, como si sobre mí no hubieran pasado los años, el tiempo que le ha tumbado los dientes, agrietado el rostro y despoblado la cabeza. Mi lucidez, en medio de su podredumbre, la experimento como un castigo.
Aún no ha muerto, ya los vecinos le han puesto en las manos, cruzadas sobre el pecho, una imagen de la divinidad que adoran; pero ¿Qué puedo esperar de un dios que he imaginado burlón y cruel? ¿Qué será de mí si en verdad soy un soplo? Me da vértigo suponer que, sin estar soñando, sin la posibilidad de volver al cuerpo, ya muerto, el soplo que conjeturan soy sea llevado a las alturas por ventarrones que lo dispersen en el universo, que lo reduzcan a la nada. 
La nada es todavía más horrible que este cuerpo que se pudre. Me aferro ahora con desesperación a él porque preveo que si me desprendo es el vértigo, el abismo, la nada.
Si se durmiera por un instante ¡cómo no pude pensarlo antes de agravarse!, me escaparía en el sueño, lo dejaría solo, tan abandonado como ya se dispone a dejarme. Pero hace dos días que permanece con los ojos abiertos a la espera de la muerte; no duerme para no darme la posibilidad de escaparme en los sueños que, hasta hace poco, nacidos de su remota infancia, eran abundantes en amaneceres luminosos y en tardes de lluvia. 
 En su agonía me parece absurdo todo lo vivido, absurda su efímera existencia. Me hace sentir con tanta dureza que le pertenezco, que nací de sus entrañas, de sus vísceras, que me veo obligado a admitir que haberme creído distinto de él ha sido una ilusión. Me enloquece saber que va a morir sin que yo pueda salir de aquí, de esto que ahora no es ni más ni menos que una cárcel de carnes descompuestas.

Se empeñan los religiosos en hacerme creer que soy una paloma blanca, un ángel, un rayo de luz, cualquier cosa que pueda elevarse y huir de la prisión en que he habitado. Pero en medio de estas imágenes de vuelos, destellos y vientos, que veo pasar y volver vertiginosas, observo también, allá, en la lejanía, en un paisaje ya un tanto borroso, desolador, triste, la del lirio blanco que se marchita y deja caer sus pétalos sobre el fango.
         En este instante no sé a qué atenerme. El cuerpo sigue con los ojos abiertos y yo deliro, nadie puede confiar en lo que ve o cree ver una conciencia que delira. En el delirio, ante la presencia enloquecedora de la muerte, cualquiera, como yo ahora, puede creerse mariposa, pájaro, viento, ángel, luz que se apaga.
Imposible saber quien soy en este estado de locura en que me encuentro. Me aterra pensar que en el mismo instante de su muerte dejaré de existir. Mi destino, como el de todas las almas, es indescifrable.

*Ramón Molinares Sarmiento
Estudió en la Escuela Normal de Medellín y en la Universidad Libre de Bogotá. En las universidades de Lille y Montpellier, Francia, realizó estudios de especialización en literatura francesa. Es autor de las novelas Exiliados en Lille (traducida al Inglés), El saxofón del cautivo y Un hombre destinado a mentir.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Bitácora

 Las ausencias de los amigos 

Por Pedro Conrado Cúdriz

Lo que sentimos en medio del confinamiento pandémico –llevamos cinco meses de ausencias sociales- es individual, cada quien lo ha sufrido a su manera. Personalmente me he sentido extraño, fuera de lugar, a veces he sentido que no soy yo, o mejor, que no soy el mismo, que mi percepción del mundo, de la vida y del hombre es otra, quizás peor. Alguna crisis existencial ha bordeado mi vida y también la ha bordeado el espanto. En esos instantes no sé lo que tengo y lo achaco al maldito confinamiento, al duro aislamiento, a esta abruptiva y extraordinaria experiencia de sobrevivir la vida alejado de los amigos. En esos momentos, vivo acompañado de oscuros pensamientos no tan lejos de la sangre derramada en una nación amante de la guerra. Y estar ahí, sentado y automatizado por el teletrabajo, obnubilado y con los ojos secos por la máquina que me conturba, por el sentimiento extraño de ser una extensión de tuercas y tornillos de la inteligencia artificial y no cuerpo, absolutamente cuerpo humano. En la virtualidad, la conciencia  del otro es reemplazada por la conciencia de la máquina. No podemos ser humanos sin ella. He ahí otro dolor, otra conciencia de sí mismos. Y a mi frágil memoria arrinconada en aquellas imágenes del robot reemplazando al hombre en los trabajos domésticos, irrumpe peligrosamente la deshumanización del trabajo y la automatización humana. 

He escuchado quejas febriles, vibratorias, de compañeros de trabajo hastiados de los computadores, les he oído decir, lo insoportable y lo inimaginable que es pensar y hablar con una máquina. Dicen que después que se levantan y se alejan de ella, su sueño sigue acompañado del tic tac de las teclas o de la voz vibratoria que expulsa la maquinita. Es horror, pero es un horror no reconocido. Y llega otra vez la mañana, alineada en las repeticiones inocuas de lo mismo, la ensarta de acciones que no son hábitos, sino simple activismo laboral, hacer y hacer, no para cambiar el mundo sino para seguir bregando en la telaraña de las apariencias no esenciales de lo políticamente correcto. 

Aterra este mundo infernal de lo aparencial, esta manía loca de hacer y hacer acompañada de la creencia dogmática de cambiar las cosas. Es otra muerte lenta, aburrimiento absoluto del vivir en el no tiempo o en la improductividad de las que nos habla Byung Chal Hun en sus libros. “Mañana es otro día,” escuchó la voz de Gloria a través del celular. Y, sí, es otro día, pero no el deseado.