viernes, 25 de agosto de 2017

Bitácora

De cómo la guerra hiere mortalmente el amor

Por Pedro Conrado Cúdriz

“El profesor Roberto Armenteros estaba leyendo uno de sus libros de muchos días cuando su esposa llegó a avisarle que los hombres de la guerrilla habían sacado a rastras al hijo de Artemio Bogavante de su casa y estaban convocando al pueblo a la plaza para contemplar su asesinato.”

Recuerdo hoy, el inicio de “Cien años de soledad” y de otras novelas que abrieron un universo de plurirelaciones a lectores hambrientos de historias que los conmovieron subjetivamente para continuar sobreviviendo en un mundo de inconformidades reales.

El autor de “Ojalá la guerra…” nos posibilitó ingresar a su mundo para ponernos a reflexionar sobre una historia de amor y de guerra, que al final nos hirió de muerte el alma. ¿Cuántos amores murieron por la ausencia física de amantes muertos de amor o asfixiados por las olas bravas de una guerra sin cuartel en el país? ¿Cuántos amores huérfanos de padres, hijos o amantes? ¿Cuántos amores asesinados por los códigos de la guerra?

Iván Darío Fontalvo es un alivio, o la opción de un milagro en medio de un océano de mediocridades sulfuradas por la muerte del espíritu; una voz muy joven pero también rebelde, que afortunadamente ha terminado apostándole a la escritura y a los libros y no al consumo de cosas inútiles o a las banalidades del dinero y la vida fácil. Todos sabemos lo que le cuesta al escritor construir una novela hecha de la sangre, de la disciplina, de las lecturas y de la propia escritura sin descanso.

Esta es la razón por la que estamos concitados esta noche aquí  por la Alianza Colombo francesa, para celebrar el advenimiento de un novelista extraordinario, capaz de saltar en el tiempo y vivir acomodado en esa indefinible realidad llamada todavía futuro.

Quizá Riba, el personaje jubilado y editor de la novela de Enrique Vila-Matas: “Dublinesca,” pueda vivir tranquilo si asoma sus ojos por estos lares, después de haberse cansado de rebuscar “ese autor tan buscado, ese fantasma…, resistente a publicar libros con historias góticas de moda y demás zarandajadas…”

“Ojalá la guerra…” ha sido escrita con el lenguaje literario de la novela clásica, simple, sencillo, preclaro, sin la intención de complicarle la vida al lector con frases del barroquismo tradicional. Es una historia llana, prima hermana de los ojos lectores que aman novelas como “El abuelo que escribía cartas de amor” de Luís Sepúlveda, o “El viejo y el mar” de Ernest Hemingway, o “El coronel no tiene quien le escriba,” de García Márquez.

En muchas de sus páginas encontré surcos de ironías, que me arrancaban iniciativas de risas en las comisuras de mi boca y que luego se sentaban a reír a horcajadas de verdad en mi memoria literaria; igual es posible encontrar una caricatura de nuestra guerra de mil años, extravagante, deforme, corrupta y gigante como un elefante de la selva virgen de Colombia.

La ironía le quita la máscara a la seriedad de la guerra militar de cualquier bando (“… no permitirá la revolución acciones semejantes de indisciplina…” se lee en la novela, o “La guerrilla aprobó el velorio. Van a repartir tinto con galletas…”), la ironía dije, le quita la máscara de la seriedad a la guerra, porque la guerra o las revoluciones serias, que aspiran a matar opositores blandos o desvalidos, tienen la desgracia de ser igualmente revoluciones o gobiernos criminales.

Esta primera novela del escritor tomasino, asombra por la edad del autor y por el sustrato comparativo que uno pueda hacer con el resto de su generación, y también asombra lógicamente, por el conocimiento que él tiene  de la condición humana, que la revela en una historia de amor, que sobrevive bajo el terror de la guerra y la fascinación de la siembra de una planta de plátano, en la cual la pareja ha colocado la esperanza como una bandera blanca, izada en la mitad del patio, para que todo el mundo conozca que es una siembra de paz:   

“Ambos sonrieron sinceramente. Se lee en el texto escrito. El profesor Armenteros decidió de inmediato que ese día no habría libros para leer. Sólo habría una mujer tarareando una canción, una mañana de brillo grandioso y una flor en desarrollo.” Todo esto por la mata de plátano.

Y en medio de la angustia que implica la guerra y de las discusiones rutinarias del profesor Armenteros e Iveth, su esposa, está la biblioteca, la que siempre ha formado parte de las esperanzas del hombre, y que tanto ama el autor de “Ojalá la guerra…”; ella brilla en la novela con la luz de lo extraordinario, con la luz de la consulta, del alivio, del escape y con la luz del azar.

Y era la biblioteca la que establecía alguna diferencia con el resto de las casas del pueblo. “Pero, escribe el escritor, lo que de verdad la separaba de las del resto era la biblioteca: un cuarto independiente cuyas paredes estaban cubiertas desde el piso hasta el cielorraso de estantes atiborrados de libros de toda clase, de todo tamaño y de diversa calidad.”

Me abstengo de contarles detalles absolutos de la novela, porque quizás opten el olvido por creer que todo está en lo que les comparto. Sin embargo, es pertinente y obligatorio leerla si queremos disfrutar de un autor joven, uno de los mejores entre los escritores menores de cuarenta años, como dijo el autor de “Un hombre destinado a mentir”: Ramón Molinares Sarmiento.

En mi lectura, atisbé la mayoría de las crisis sociales que atraviesa la narración: La crisis de la historia, iluminada por la guerra y los anhelos de paz de la gente, la toma guerrillera y la retoma del ejército,  círculos viciosos de violencia política en aquel pueblo innombrable, que el autor abandona sin nombre a los lectores, la muerte de los vecinos, simbolizada en la ejecución del hijo de Artemio Bogavante y la otra ejecución, la colectiva, la de los 30 guerrilleros, la crisis religiosa, condensada en la falta de fe de la gente y en el suicidio del sacerdote, la infidelidad de la mujer del alcalde, sometida al escarnio público del sexo, y por último, la infidelidad de Iveth, cableada en aquella frase inaugural de ella: “Supongo – dijo controlándose- que también la guerra mata el amor.”  

Para escribir una novela es necesario mentir, convertirse en un mitómano para poder hacer creíble la mentira. Sin ella es imposible el cuento, o en este caso la novela. “En efecto, dice Vargas Llosa, las novelas mienten –no pueden hacer otra cosa- pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es… (Porque) los hombres no están contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros- quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar –tramposamente- ese apetito, escribe el autor peruano, nacieron las ficciones.”

Pienso que algo le fastidia al autor de “Ojalá la guerra…”, al joven que todos los sábados comparte silla conmigo en el taller de literatura de La Casa de la Cultura en Santo Tomás. Algo pretende transformar en la vida de sus lectores, quiere a lo mejor afectarnos, zarandearnos, sembrar las semillas de las inconformidades inconclusas. Quiere que no seamos los mismos. Y tal vez tenga razón, porque después de leer “Ojalá la guerra…” algo cambió en mí, quizá la manera de contar una historia, o tal vez la manera de comprender el amor en medio del conflicto armado del país…