sábado, 19 de octubre de 2019

Bitácora

Fuego

Por Pedro Conrado Cúdriz

Están los que nos quieren arrancar las tiras de pellejos, como decían las abuelas. Están los que nos ven detrás de un vidrio ahumado, examinándonos como una especie extraña. Están los que quieren adivinar lo que escondemos detrás de la lengua. Están los que se creen pulcros y nos juzgan como bestias. Están los sinvergüenzas que desean que uno sea como ellos. Están los que nos admiran y, sin embargo, la admiración es una emoción solitaria, fundida en goma de mascar chicle. Están los cuerdos que nos escudriñan como si fuéramos una especie especial del zoológico. Están los normales para los que somos seres inaceptables. Están los afines, los que se parecen a uno, pero que al final terminamos siendo una molestia para el coro. Algo así como una piedra en el zapato. Lo que quiere decir, que no somos afines sino algo parecidos. Están los tontos que nos creen locos o medio locos, entre el caminar de un sujeto delirante y otro desesperanzado, terriblemente descreído. Están los que nos odian por ser diferentes, raros y atópicos porque les reventamos la cara cada vez que nos miran. Están los desconfiados, los que desean que tengamos algo de poder para desmentir nuestra honra. “Solo espero, me dicen, que tengas poder para ver si no te corrompes.” Ellos también quieren que seamos como ellos. Debo confesar en este tránsito al cadalso, que sea lo que sea, mi mortalidad es igual a la de ellos. Vieja democracia de la vida. Es lo único por lo que somos iguales, y la muerte es testigo de esta enmienda del vivir humano. Para algo sirve la muerte piensan los demócratas existenciales. Están los corruptos, esa nueva clase social del cinismo colombiano que ha creado la normalidad de la supervivencia individual diaria. Es el cuchillo que, enterrado en la garganta de la sociedad, poco a poco se deja ver en las páginas amarillas de la prensa cómplice. Están los patriotas de Estado, los que se ocultan detrás de los muebles de oficina, los que nos miran con los ojos de la muerte, pero no se atreven a ir a la guerra. Están los hombres humildes, los del pueblo, los que salen todos los días a ganarse el pan para la familia, en una fábrica de ricos o en las ventas informales de la ciudad. Ellos nos ignoran como ignoran una culebra, no nos lastiman, pero las circunstancias difíciles de la vida los obligan a elegir sus verdugos cada cuatro años. Ellos han estrangulado los sueños de todos, nos han hecho el vivir más dramático y violento. Hincados como en la poesía de Rómulo Bustos Aguirre, Escena de Marbella, se miran atónitos: “Junto a las piedras está Dios bocarriba / Los pescadores en fila tiraron largamente de la red / Y ahora yace allí con sus ojos blancos mirando al cielo / Parece un bañista definitivamente distraído / Parece un gran pez gordo de cola muy grande / Pero es solo Dios / hinchado y con escamas impuras / ¿Cuánto tiempo habrá rodado sobre las aguas? / Los curiosos observan la pesca monstruosa / Algunos separan una porción y la llevan para sus casas / Otros se preguntan si será conveniente / comer de un alimento que ha estado tanto tiempo expuesto a la intemperie.”

domingo, 6 de octubre de 2019

Por el ojo de la cerradura


Este poema nace de un caso  que conocí en la ciudad de Barranquilla, la última semana de septiembre de 2019. He cambiado el nombre de la protagonista,  por obvias razones y respeto a sus  dos hijas

Por Tito Mejía Sarmiento

¡Tú no tienes la culpa, Zoraida, no la tienes!
Zoraida,  mulata  de 30 años, camina con sugerente ritmo 
por la avenida principal de la urbe.                                                        
Carga en su cuerpo el pesado sello meretricio desde los 20.
A  veces, duda si continuar o no con en eso,
pero en su mente salta  la  pregunta de siempre:¿quién velará por mis dos  pequeñas hijas
si estoy sola en este  mundo desde que a mi marido lo mataron en la milicia?
Entonces, Zoraida con dolor abre sus  piernas a la noche
en el esponjoso lecho de cualquier motel, 
hasta cuando se derrama la nieve con el solo roce del tacto.
Al final de la jornada, Zoraida agotada de tanto desorden cercenado
regresa a casa, víctima de insignificante amor.
Guapa Zoraida, tú, no tienes la culpa de esa  infernal rutina que abraza tu soledad
y  te ata a ese ambiente perverso de corazón desnudo,  eternamente tuyo.
¡Tú no tienes la culpa, Zoraida, no la tienes, Zoraida!
El afán de todos los días, mujer de milagros prorrogados,
es cruzar la ciudad en la búsqueda
de varones hambrientos de sexo.
Entretanto, la vigilia de tus dos hijas
en casa,  tortura las noches de maternal ausencia,
antes del reencuentro con la esperanza en una sociedad sin nombre
que por necesidad le habla a tu oído.