jueves, 9 de julio de 2015

Desde las troneras del San Felipe

Barú, un paraíso en peligro

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

Por una carretera que atraviesa el sector industrial de Mamonal, lo que significa conducir al lado de tractomulas amenazantes, se llega a una intersección, donde se debe doblar a la izquierda, si se descuidan las señales, se puede ir directo al corregimiento de Pasacaballos, donde la pobreza te golpea de frente, a pesar de ser vecino de ricas empresas, pero por maniobras centralistas, todas estas «chimeneas» tributan en Bogotá, capital del país. 

Hecho el giro a la izquierda, la carretera pierde su gran flujo y se siente uno liberado de esos gigantes de hierro que asustan con sacarnos de la vía. El clima es sofocante, la vegetación propia de tierra caliente. Pocas construcciones a lado y lado del camino, aunque son tierras que ya tienen dueño. Llega un punto de la carretera en que se arriba a otro cruce, a la izquierda los avisos señalan Barranquilla, Sincelejo; a la diestra, se lee «Barú», este es nuestro destino.  

A la derecha el flujo es menor, pero el mismo crece en épocas de turismo y los fines de semanas, donde las aguas cristalinas de Playa blanca ofrecen un atractivo singular para el paseante. Después de un corto trayecto, se ve de lejos el Puente de Barú (Iba a llamarse Puente Campo Elias Teheran, el alcalde que gestionó los recursos con Pacific Rubiales, pero el Concejo de Cartagena se opuso), que une a la península de Barú —también se le conoce como Isla de Barú— con Pasacaballos, hasta hace poco solo se podía cruzar el Canal del Dique por planchones o ferrys. Se aprecia un puesto militar, típico en Colombia, donde las autoridades cuidan los puentes para evitar su destrucción por las guerrillas. 

Ya del otro lado del puente, se observa una gran cantidad de terrenos cercados, grandes propiedades de dueños que no han tenido presencia ancestral por estos lares, tierras que han sido obtenidas, muchas de ellas, después de largos pleitos judiciales, donde la característica es la venta a gente de mucha plata. Se sabe que esta zona ha sido el campo de ejercicio de un número incontable de abogados, ventas «chuecas», prescripciones fraudulentas, firmas a punta de cañón, testigos falsos, vendedores embaucados, en fin, todo el manual posible de la corrupción.

Al llegar a la población de Barú, se encuentra uno con un poblado pobre, poca vegetación que lo proteja de un sol inclemente, muy parecido a Pasacaballos, pero más desatendido por la administración distrital, que tiene su asiento en Cartagena. Con una simple mirada, entiende uno que solo un gran esfuerzo de los nativos les permitirá escapar de la condena de haber nacido en un lugar atrapado por la pobreza, ello a pesar de que cada día los terrenos adyacentes tienen un valor exorbitante. La comunicación permanente que ha traído el puente nuevo, le ha permitido la llegada de inversionistas de todos los niveles. Como en cada pueblo que se respete, no podían faltar las grandes tiendas de barrio de propiedad de los «cachacos», entiéndase personas del interior del país.

Cuando se deja atrás el poblado, comienzan a aparecer claras señales de propiedad privada, cercas, rejas, portones, incluso lotes sin construcciones, pero con guardias armados, señal de que se debe estar en guardia para evitar invasiones. Todo lo anterior nos indica que nos acercamos a Playa blanca. Muchas de estas propiedades tienen playas privadas, es decir, que nadie tiene acceso a ellas porque están cercadas, cuando la Constitución colombiana define que las playas no pueden ser propiedad de particulares, pero como se trata de gente de poder, de empresas con mucho capital, las autoridades ni se dan por enteradas. 

Igual que sucede en el corregimiento de la Boquilla, a cierta altura de la vía, hay un grupo de niños esperando a los turistas para señalarles el desvío a la derecha, el cual llevará a la «famosa» Playa blanca. En dicho desvío se termina el asfalto y se inicia un camino destapado, donde es menester conducir despacio para evitar caer en un bache o dar con una gran piedra. Aquí se deduce la poca importancia que tienen los nativos para la alcaldía de Cartagena, porque siendo el turismo una de las pocas opciones de trabajo, sino la única, no les ha construido una carretera que ayudaría muchísimo a estos colombianos para ganarse el sustento y el de sus familias.

Pero si ignoras a los niños que te señalan el giro a la derecha, y continúas de largo, tarde o temprano llegarás a un estrecho donde termina la carretera y por un espacio rellenado de tierra y piedra, te das de frente con el hermoso y diamantino mar Caribe. Pero del lado derecho una gran cerca te impedirá el acceso a la playa, ¡porque la playa es privada! A la izquierda hay una playa que parece virgen, de difícil acceso por ser de arena suelta donde los vehículos quedarían atollados. Otra prueba del abandono administrativo que no habilita las pocas playas que no tienen dueño, porque eso es Barú, en resumidas cuentas, un paraíso con dueños por todos lados.

La falta de presencia de la autoridad ha permitido que hoteles, conjuntos vacacionales, clubes y particulares, se apropien de las playas, y hayan dejado aquellas de difícil acceso al turismo informal. Porque llegar a Playa blanca tiene sus bemoles. Comenzando por los parqueaderos donde hay que pagar por adelantado una tarifa fija de siete mil pesos, así sea media hora lo que dure el visitante, es decir, tarifa estándar. 

Para llegar a la playa se debe caminar unos cinco minutos, que se alargan peligrosamente por la bajada que hay que hacer, una suerte de precipicio con escaleras mal diseñadas por un lado, y piedras acomodadas a la carrera para que el paseante no se caiga, pero estoy seguro de que más de un turista se ha caído por este descenso, o cuando luchaba por regresar. Otra prueba de la desidia administrativa, ni siquiera para construirles a los nativos y al turismo un acceso digno y seguro a la playa. Me tocó ver cómo sufren los comerciantes para bajar sus productos, qué tristeza verlos maniobrar como si estuviéramos en épocas bárbaras, donde no se conocía el cemento ni el hierro, verdaderos malabaristas de la subsistencia. Imposible que llegue un camión de gaseosas, de cervezas, de cualquier producto. En pocas palabras: ¡el acceso es un desastre!

Cuando has bajado por ese remedo de entrada, te encuentras en un camino de altos árboles, cercas de alambre de púas de ambos lados, porque cercas hay por todas partes, te topas con mucha basura: vasos, botellas, platos (el infierno del plástico). ¿Y cómo llega el servicio de aseo? ¿Sacar la basura a hombros? ¡Terrible, cuando la playa solo está a pocos pasos de la carretera! Muestra indubitable del desgobierno. 

Lo primero que se nota al llegar a la playa es la informalidad de los comerciantes, ubicados de manera
anárquica, poco espacio para caminar, puestos que más parecen cambuchos, desalineados, desorganizados, solo voluntad de parte de los nativos que hacen lo que pueden en medio del abandono estatal y distrital. Y también hay que decirlo, un turismo indolente, mal educado, que deja caer sus residuos donde quiera, porque no les da la gana de buscar la caneca más cercana, que las hay a simple vista. Esto podría solucionarse con un plan de recolección de basura implementado entre el Distrito y los comerciantes organizados, con el apoyo de la Policía, que tiene un puesto en el sector de la playa, un perifoneo permanente para informar al bañista de la importancia de conservar limpia esta joya de la naturaleza.

Se debe realizar un censo de los comerciantes que pagan sus impuestos y controlar la informalidad, que solo trae caos y problemas, incluso policivos, dicho por los mismos comerciantes, quienes sufren constantemente la llegada de vendedores de otros lugares que no tienen permiso, ni pagan un solo peso, pero vienen a generar desorden al ubicarse en zonas no aptas para la venta. 

Por otro lado, Playa blanca es un verdadero paraíso, con hermosas arenas blancas de coral, que le dan el nombre al balneario, un mar absolutamente transparente, cristalino, de marea tranquila, lo que lo hace especial para los bañistas. En temporada baja es sitio ideal para el descanso y la tranquilidad, que es lo que muchas veces busca el turista que huye de las playas de Cartagena, donde los vendedores acosan sin cesar. Pero esto puede acabarse si no se aplican las medidas pertinentes para su conservación. Cuando no existía el puente, solo pocos privilegiados tenían acceso por mar, y los que se atrevían a arriesgar sus autos por un pésimo camino, después de cruzar por el ferry. Hoy el puente y la carretera permiten que un fin de semana cualquiera la turba sea monumental, y si no se ejercen medidas de control, el paraíso podría desaparecer con perjuicio para los nativos, pues el turista simplemente cambia de destino, pero para ellos esto sería un desastre social, ya que de aquí es donde obtienen su modus vivendi.

Algo que llamó poderosamente mi atención fue la gran cantidad de árboles de «uvita de playa» (Coccoloba uvifera), especie que por desgracia desaparecieron en Cartagena por ese apetito depredador de los urbanistas sin sentido ecológico, árbol de sombra y fruto dulce, que tiene la particularidad de crecer en zonas costeras, más noble que la palmera, la cual es solo ornamental. Ojala los nativos luchen por conservarla y no permitan la deforestación que trae el «turismo civilizado» que ya arrasó otras ciudades costeras.

Una última observación, como somos un país «cantinero», donde la ingesta de bebidas embriagantes es alta, ya que los impuestos al alcohol y al tabaco subvencionan la educación y los deportes, es preciso ejercer controles estrictos en la carretera, sobre todo de regreso, para evitar accidentes por causa de conductores borrachos.

Una recomendación: Visiten a Barú antes de que los dueños de todo pongan las cercas que aún les faltan para apropiarse de lo poco que queda libre ante la mirada complaciente de las autoridades. Y antes de que le pongan un peaje a la carretera, que planes ya tienen para ello.         

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