jueves, 12 de marzo de 2015

Bitácora

El diccionario de la lengua española

Pedro Conrado Cúdriz

Fue mi madre la que hizo todo, casi todo, porque ella me parió, y fue ella la que puso por vez primera un libro en mis manos. Lo sacó del viejo baúl de la abuela Juana y me lo entregó enseguida para evitar los arrepentimientos. Cabía en las manos de ella, mas no en las mías, porque todavía eran muy pequeñas. Era un diccionario de la lengua española, pequeño, pero en el que cabían casi todas las palabras del mundo. No me acuerdo si era rojo, pero estaba casi vencido por el tiempo y no por el uso.
 
Yo estaba aprendiendo a leer, a deletrear las palabras escritas, a sufrir con el cancaneo, pero mi madre tenía una paciencia sabia, de tal manera que lograba guiarme en medio de la oscuridad del pueblo y los libros y el lenguaje escrito.

“El diccionario, me dijo, es la biblia, y no se equivoca.” Recuerdo ahora la palabra despojo, de la que mi madre fatalmente me dijo: “No tiene alma.” Tendría yo algunos diez años y tenía que estar sorprendido con la muerte para preguntarle a ella por los despojos humanos y más precisamente por el alma, algo inexplicable en el tiempo, seguramente por el mito o la metafísica.

El diccionario es el acumulado de la experiencia del hombre, las palabras intentando ser precisas en sus definiciones. Y mi madre Encarnación, Manuela Encarnación lo sabía, porque siempre me insistía: “Consúltalo, él lo sabe todo, es como Dios.”

Fue la primera vez que fui consciente de la totalidad de Dios, de la dictadura de su saber, de lo absoluto. ¿Qué tan poderoso era el Dios de mi madre para saberlo todo? ¿Dónde vivía? ¿Desde qué altura nos observaba para saberlo todo? ¿Es posible que una sola persona lo sepa todo? ¿Por qué mi madre le rezaba tanto a Dios? ¿Acaso él necesitaba los rezos? ¿Qué relación podía existir entre Dios y el diccionario?

Cuando me ofrecía algún libro, mi madre no estaba pensando en la escuela, estaba pensando en otra cosa, en la importancia del conocimiento humano. Ese gesto la salvó para mis recuerdos, porque desde pequeño tenía la intuición de que la escuela no era lo que parecía, porque era, y todavía lo sigue siendo, otra cosa, el monstruo que inclina a la pasividad, a la falta de crítica, a la indisciplina y a la fatalidad del auto- control social.

Las escuelas como las iglesias no deberían existir, solo los diccionarios que lo saben todo, nos ahorraríamos dolores de cabezas y todas las alienaciones generadas por estas dos instituciones o aparatos de la ideología de Estado. El diccionario siempre nos hará falta, la escuela ni la iglesia no.

Mi madre me lo dio para comprender mejor el mundo, para conocer el color de las palabras raras, esas que les abren otras ventanas a la realidad. Sin la comprensión de los significados de las palabras extrañas, es imposible entendernos y comprender a los demás, porque nos dan una nueva dimensión de la realidad, otro punto de vista de lo humano. Entonces comprendí que Dios es insuficiente, porque no me soltaba los significados o no los sabía. Fue mi primera decepción con el “creador”. Pero ahí estaba y está el diccionario para descifrar el mundo, no está en ninguna clase de cielo, está en la mesa de la biblioteca al alcance de mis manos y mis ojos, de todos mis sentidos.

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