domingo, 7 de abril de 2019

Por el ojo de la cerradura

La eternidad de mis muertos de abril

Por Tito Mejía Sarmiento

Estoy convencido de que los seres queridos a pesar de estar muertos nunca abandonan a los suyos; una vez finados pasan  a un estado de luna; van a donde quiera que uno va. Nuestros difuntos solo mueren cuando lo separamos de la mente. A ellos, los hospedamos en nuestros sentidos. Allí los eternizamos” (Ese otro silencio, novela de Luis Payares Mercado)

Al morir mi padre César Eurípides (11/4/2011), mi madre Eloina (18/4/2017) y mi hermano Nelson (29/4/2004), como extraña  coincidencia en abril, en el acto comprendí que la eternidad de esos seres queridos, yo mismo la domaría. A partir de esos dolorosos instantes, construí mi propio silencio y empecé a desenredar la madeja de los recuerdos de cada uno, mientras los años han seguido viviendo prisioneros en cualquier reloj de pared o pulsera, inexorablemente:

De mi viejo, me hace falta el abrazo que me daba cada vez que llegaba a Santo Tomas, sus pasos parecen cruzar ahora los míos y la existencia de su cara se está dibujando cada día más  en la mía,  mientras las huellas de la vida quedan impresas en los ojos del alma para siempre con sus lágrimas furtivas y rebeldes. Además, me parece verlo sentado bajo la sombra del perfumado tamarindo en el patio de la vieja casa, al lado de mi madre, tratando de jugar múltiple veces a cautivar un beso hasta cuando el último rescoldo de la destartalada hornilla se esfumara con el alba. Lo veo pensativo, reseñando en su libreta de apuntes con un agrado preeminente sobre el zarandeo del tiempo, el primer aguacero de cada año. Vivo está el recuerdo, cuando se paraba frente al espejo para peinarse y verse así mismo su abultada y plateada cabellera. Prohibido olvidarme de los momentos cuando mi viejo amado trataba de dormir a uno de sus nietos en sus piernas, silbando la famosa canción “El chupaflor” de Alejandro Durán, que tanto le gustaba, al filo de una encrespada madrugada de octubre. 
Hay noches, papá, donde sueño que soy aquel niño delgado, travieso, que tú mandabas a regar casi todas las tardes a las cinco en punto, el jardín para ver crecer el carnaval de mariposas alrededor de una flor abierta. Extraño tu prístina inteligencia y tu lucidez extraordinaria hasta en los últimos segundos de tu vida, viejo César, tanto así, que dejaste clavada en mi memoria aquella lacónica  frase cinco minutos antes de morir: “En abril, hijo mío también crecerán las esperanzas".

Manifiesto que en esta bandeja de palabras, uno tiene que deshacerse de sí mismo por entre la piel que lo eriza con los recuerdos ahora de mi vieja Eloina: me he sentido muy solo ante su huida, en íntimo cumplimiento porque  ya no se extienden los brazos que me acunaban, mientras las narraciones de hadas robustecían mi ilusión. Me hace mucha falta su ramillete de alegría que solía salir de sus negros ojos a cada instante; y para decirles la verdad, me he tenido que beber yo solo todos estos años, la taza de café hirviente que casi siempre compartía conmigo en las noches de frío invierno y, lo más duro de todo esto, es que ya no siento el rítmico latir de su noble corazón en mis oídos.

Si mi vieja linda supiera, lo duro que es vivir sin ella, estoy seguro que resucitaría en estos precisos instantes. Yo que siempre la veía al frente del televisor intercambiando diálogos imaginarios como si fuese una actriz más de una de las tantas telenovelas nocturnas que no se perdía, en medio de un juego de perfidias y asombros, como una disputa de ocurrencias o desplantes, mientras mi hermana Vilma se moría de la risa viéndola actuar sola.
El tiempo transita ahora entre nosotros sin notar ya sus constantes risotadas, esas mismas que penetraban en toda la casa cuando todos sus hijos, (as), nietos(as) la visitábamos o cuando la sorprendíamos comiendo cuanto mango caía en sus manos, mientras charlaba con una de sus vecinas en la terraza.

La vida,  desde aquel aciago 29 de abril de 2004, continúa despiadada para toda la familia, sin que el sol de verano la disuelva. Ahora, mi hermano, el médico Nelson no está, fue asesinado frente a las instalaciones del D.A.S., en Barranquilla, pero en este mes de abril del 2019, lo visto con su mejor camisa deportiva amarilla, esa misma que en tantas campañas políticas lució, seguido por múltiples amigos(as), producto de su inigualable carisma. Es que mi hermano Nelson como bien lo define el escritor Ramón Molinares Sarmiento: “Él era un médico que nació con un corazón de puertas abiertas por donde entraba todo el que quería, a cualquier hora del día, noche o madrugada sin pedir permiso y sin pagar cinco centavos. Todavía es la hora que a Nelson lo ven también entrando de puntillas en sus sueños las muchachas que lo amaban porque era un hombre bueno, un médico de ojo clínico certero, un varón generoso y buen mozo”. 

Ahora el espectro de Nelson sólo reconoce al único universo que habita: Yaure, África. (Leer el libro “A veces llegan cartas”). Las balas asesinas del Estado no lo dejaron como lo  manifestara para la prensa, el sociólogo y narrador Pedro Conrado Cúdriz: “Nelson quería  vivir 100 años, en su amada tierra tomasina, (él me lo dijo en cierta ocasión), tiempo existencial nada despreciable en un país como Colombia en guerra eterna. Él me reiteraba que quería morir, un viernes certero de fiesta, morir de viejo como sus abuelos. Pero no lo dejaron, no lo dejaron alcanzar la placidez y la sabiduría de la vejez”.

Todos los días de cada año, el cristal de la reminiscencia me devuelve los rostros de mis muertos de abril, y en ellos descubro, que la muerte no es un juego de niños, sino un fuerte muro  que hay que derribar para acabar en el acto con todos los mitos que habitan en su oscuro  interior,  sin experimentar miedo e insensatez y así lograr definitivamente, una eternidad domada que se expanda hacia el infinito a pesar del breve tránsito de cada ser amado nuestro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sus comentarios y opiniones son muy importantes para nosotros.