domingo, 22 de octubre de 2017

Bitácora

La señal de la cruz

Por Pedro Conrado Cúdriz

Uno sale de casa con la intención inconsciente de regresar a ella impoluto, salvado del propio dolor y el dolor ajeno, aquel que pueda causar la muerte. Algunos hacen la señal de la cruz y otros, entre los que me cuento yo, salimos al mundo impertérritos, sin furia, y caminamos entre la gente sin afán, saludamos a los vecinos y esperamos en la esquina el autobús que nos lleve a alguna parte. Ese es el acto más repetido de todos, hombres y mujeres, jóvenes y niños y de tanto hacerlo, nos asombramos cuando caemos indefensos en cualquier clase de accidente, catastrófico o no. “¡Carajo! No me pasó nada, piensa uno, me salvé.” Lo terrible es cuando alguien que vimos muy temprano y al que apreciamos infinitamente, muere en un accidente de carretera. 

La vida o la muerte, no sé, nos fractura la conciencia y entonces el dolor es como un tiro de escopeta a quemarropa, en todo el universo del cerebro y el corazón. Un sufrimiento de animal vivo y agonizante nos embarga, garra de hierro penetrando la carne del espíritu. No sabemos qué hacer y presos del sufrimiento espiritual, la mente se paraliza. Y algunos echan mano de la resignación y otros de la comprensión de las circunstancias que han dado lugar al suceso, a la imprevista muerte del amigo. Hasta aquí, la vida de uno sigue el curso de un río tranquilo, alterado a veces por las preguntas vitales del vivir, aquellas que nos estremecen sin reparos: ¿Por qué hasta ahora no me ha pasado nada? Pregunta tonta, por supuesto, pero también esencialmente humana. Porque todos, desde el nacimiento hasta la muerte, le tememos a las pérdidas, a irnos o que alguien nos abandone. Y de todas estas ausencias, la más dramática es la muerte. Porque después de todo, no hay nada qué hacer contra ella, contra el dolor punzante que causa, contra la infinita soledad que nos embarga, contra la totalidad de la vida y la muerte, contra el absoluto. Contra ese malestar universal, que ahora es mío, tan profundo, que lo he particularizado, fragmentado, así como la misma muerte ha fracturado mi mente, mi conciencia. Y somos tan frágiles, que un desnivel y una caída terrestre, nos pueden partir la vida, la cara, un brazo, y entonces, somos tan mortales como una hormiga, sí, como una hormiga. No importa el éxito ni la fama, ni el prestigio, nada. La muerte es incapaz de compadecerse, nos vigila y entonces, ¡zas!, nos atrapa. La vida es así, la muerte también es así, sociópata. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sus comentarios y opiniones son muy importantes para nosotros.