domingo, 30 de julio de 2017

Chambacú 2013


Chambacú 2013

Por Edgardo Orozco Pájaro

Un niño de siete años rueda con destreza una silla plástica como si se tratara de una carretilla. La aparca en el frente de aquella maquina imponente, y se trepa con soltura para luego permanecer erguido y con la  mirada frontal hacia la pantalla. Observa fijamente la ranura que aflora en el borde superior derecho de la computadora e introduce la moneda. Espera y se mantiene expectante ante el resultado, pero al final no encuentra otra cosa distinta que la música de ensueño y un  centelleo de luces multicolores  que lo invitan sutilmente a reiniciar la apuesta.
Parece un jugador experto porque comprende el sentido de su derrota y que su vida como tahúr  está condicionada por el dinero.  Ahora da un salto corto para  caer  en el piso, busca  en carrera la salida hasta que desaparece entre los compradores.

Elijo mi pedido de manera rápida a sabiendas que el menú solicitado no ayuda mucho en el control del sobrepeso y mucho menos de la obesidad. Pero estos almuerzos informales se constituyen en una ayuda fundamental para el médico que trabaja ocho horas al día  y que necesita sacarle tiempo al breve espacio del intermedio para acortar al máximo su jornada laboral. Este pequeño recorte posibilita otra jornada de al menos cuatro horas. Todo, con el afán de mejorar los ingresos y poder tener una vida digna, así como lo exige la sociedad.

Aquí todo es diferente e incluso el tiempo corre mucho más rápido que en Cartagena “La Fantástica”, la del Corralito de Piedra, la de Manga, Bocagrande, Marbella y Cielo Mar.  Recordé que las ocho horas de trabajo, aparecieron de manera fortuita, no tanto por las condiciones de miseria del sector  como por la violencia, factor que fue determinante en la génesis de esta comunidad. Nadie puede olvidar la historia de Cartagena, y la historia de Cartagena se encuentra atada de manera inexorable a los negros esclavos, con el cimarrón que se liberó para formar los palenques  y que Chambacú hizo de aquella leyenda.  

Pero una figura infantil, la más diminuta de todas, destrozó la armonía de mi pensamiento. Aquel tahúr pequeñito y sutil, había regresado acompañado con sus ínfulas de victoria. El niño fracasa nuevamente, no obstante, esta nueva derrota es diferente a la anterior. Ahora se muestra tenso y desesperado, repite su descenso de manera mecánica, cayendo al suelo con firmeza, pero se queda estático, buscando entre los compradores desprevenidos la solución a su problema. Abro  mi cartera para pagar el almuerzo de tienda acostumbrado, y es aquí, es este el momento, en que el brillo intenso de sus ojos me captura. Se me acerca con la intención prefabricada, pero se estrella  con la voz de una niña que a mis espaldas me previene advirtiéndome en voz alta: “no le de plata a ese niño porque lo único que hace es jugar todo el día”. Otros niños mayores también están muy cerca de mí, tienen uniforme de escuela y ante los ojos de todos, insisten en ganarle a la computadora.

Salgo de la tienda del cachaco y me encuentro con dos adolescentes que caminan por el centro de aquella carretera solitaria. El calor intenso y el sol canicular del mediodía convertían el asfalto en un material oleoso y maleable, tanto, que las llantas de los carros dibujaban surcos profundos e irregulares que solían desaparecer con el fresco vespertino. Los jóvenes estaban tranquilos y desprevenidos hasta que una moto rugiendo como león enfurecido rompe el silencio del mediodía en mil pedazos. Dos policías se atraviesan en medio de la calle por delante del dúo caminante cerrándoles el paso con el grito “deténganse”. El contraste es total, pues el más alto queda atónito, sembrado en el asfalto, mientras que su compañero sale en carrera por el callejón que tiene en frente.  Dos disparos retumban con magnitud colosal al estar amplificados por las paredes contiguas, sin embargo, el muchacho sigue en su carrera desesperada y logra perderse  entre las casas de zinc y de cartón.  El otro adolescente se había quedado estático en todo el centro de la carretera aceptando sin controversia la requisa policial. Uno de los  agentes lo sujeta fuertemente por la pretina del pantalón  mientras recorre el cinto con su mano derecha y sin demora encuentra un revolver calibre 38. 

El espacio se congestiona por la presencia de agentes motorizados que aparecen de la nada para diseminarse por todo lo ancho de la calle, la búsqueda es implacable y la ocasión es propicia para terminar con el capítulo del “Maluquito”, uno de los delincuentes más peligrosos de la ciudad, con diferentes capturas en su haber y con una capacidad impresionante para matar. Para la justicia en  estos momentos, el “Maluquito” era un prófugo más. La angustia de la comunidad cartagenera era evidente, ningún centro de rehabilitación para niños podía servir de albergue a este adolescente descarriado. ¡La cárcel era la única solución!

Al final de la calle, mucho más abajo, veo a un grupo de agentes  motorizados que le dan con el casco en la cabeza, otros se acercan y hacen lo mismo en clara señal de castigo por el irrespeto. No obstante, la policía actúa con prontitud y recelo. Ellos saben que están pisando territorio vedado y que la reacción ya venía en camino. Una moto incinerada, los gritos de aquel adolescente prófugo  torturado, el aullido de las sirenas y el detonar inconfundible de aquellos disparos al aire para amedrentar a la turba, me señalan  el momento justo de mi retiro.  La gente que se encuentra cerca me recomienda que me recoja: “olívese, doctor”.

En efecto, acato los consejos aunque los interpreto como si fuera un grito de guerra. “Mis colegas también me aconsejaron”, pensé de inmediato.  “Ellos también me advirtieron el peligro  y los  riegos que correría”. Llegué por fin al puesto de salud, pero mientras reinicio la consulta, el temor y el miedo vuelven a aparecer. Era un temor quedo, silente, pasivo… pero que seguía vivo, ahí presente. Es cuando descubro que para la violencia no existe lugar prohibido y mucho menos seguro, y que yo también me encontraba  nadando entre sus  aguas tormentosas.

Miro mi bata blanca, “está contaminada”, me dije, porque esos niños, los adolescentes, adultos y ancianos que allí llegan, todos tienen el  mismo signo, una marca hecha con tinta indeleble; la marca  de  los recuerdos  vivos, la marca de todos esos recuerdos ya eternizados por la violencia.  

Ahora me llegan imágenes por montones, como la de aquel paciente que me mostraba su pómulo derecho completamente achatado por un disparo a quemarropa, pero antes que la deformación física y de ese estrés postraumático perenne, quedé perplejo y  estupefacto al descubrir que el victimario era su mejor amigo y que el  afectado aún seguía sin comprender la causa de semejante tragedia, una tragedia en donde lo único que cabía era el absurdo.

También llegan los enfermos por farmacodependencia, son adictos a las drogas que viven en constante lucha con el pasado, ese pasado que los persigue por todas partes, que los atormenta en el día a día sin fin. Llegan madres que muchas veces lloran y abrazando a sus hijos claman a Dios por ayuda.

También llegan las madres que aún son niñas. Pero recuerdo en especial a esta, diminuta y muy delgada. Su cuerpo había soportado un embarazo que no pudo llevar hasta el final porque su adolescencia terminó por oponerse. Era frágil y menuda con una desnutrición rebelde que la amenazaba cada segundo con quitarle la vida.

Algunos fueron paramilitares y lo confesaban con orgullo. Recuerdo aquel que me llegó frustrado por la muerte de Arnulfo Briceño;  locuaz y con una verborrea impresionante, me aseguró que lo había perseguido sin piedad porque quería matarlo, la obsesión había llegado hasta el punto de que dio por terminada su participación en el conflicto armado apenas supo la muerte del guerrillero.

De los adultos me acuerdo poco, pero de aquel señor solitario lo recuerdo todo. Tenía una carpeta verde entre sus manos y sacaba uno a uno los documentos para demostrarme el tamaño de lo que él consideraba como injusticia.  Mientras esto sucedía, su hijo de cinco años buscaba el espacio propicio para mantener su lúdica premeditada.  Aquel señor solitario comprometía en su narrativa a todo el sistema jurídico, insistía en la confabulación de su esposa con los jueces para desprenderlo de la custodia de su hijo, el único a quien amaba sin contemplaciones y sin reparo alguno.
El chiquillo reía insistentemente mientras se acomodaba entre las piernas de su padre. Pero este, aun sentado, se daba por desentendido e intentaba trivializar la situación. Por eso, me miraba fijamente mientras continuaba con su diatriba contaminada por el odio e infestada por el rencor. 
Yo también lo observaba con mucha atención, aunque ahí en un segundo plano, aparecía nuevamente la figura de aquel pequeño con sus movimientos alternantes de cadera.  Lo hacía sonriendo, como queriendo despertar la gracia acostumbrada de su padre…
¡Quédese quieto, carajo!
El niño se sorprendió al escuchar el grito desproporcionado de su padre quien le ponía fin a todo aquello que yo observaba por encima de mis gafas de miope.

Me sentí muy mal y sin saber qué hacer, preferí guardar silencio y limitar al máximo mi capacidad de sorpresa cuando me dijo. “Mi esposa me abandono doctor, fueron dos años de cárcel”.
Se levantó de su silla convencido de haber transgredido la norma de los quince minutos por paciente, se ajustó un poco el pantalón y acotó sin tapujos: “acabo de recibir la custodia de mi hijo, ¡esa hija de puta me acuso de abuso sexual!”.

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