viernes, 6 de febrero de 2015

Bitácora

Lecturas de fin y comienzo de año

Por Pedro Conrado Cúdriz

La percepción que tiene la gente del fin de año es catastrófica: la del fin del mundo, razón para abandonar toda actividad y dedicarse a la jugosa flojera del arte de la nada; quiero decir, la cesación de pensar críticamente el universo, porque simplemente hay que dejarse llevar por las aguas quietas de la abulia, la fiesta y la euforia episódica del alcohol.

Esta percepción religiosa del tiempo del mundo, cómoda para las grandes mayorías, puede ser opresiva si se extiende hasta el extremo del nuevo tiempo, en nuestro caso al tiempo del Caribe, hasta y después de las carnestolendas de febrero. 

Frente a esta tiranía fiestera hay que hacer un gran esfuerzo para escapar por la puerta trasera del baile y empezar a ejercer la locura de los vientos. Es decir, la locura de estrellarse contra el aire, las cosas, los árboles, las casas y la tradición. Es, en este caso, la libertad pura, absoluta.

Lo que quiero decir es que en medio de la baraúnda del fin de año y comienzo del nuevo, y en medio de la poderosa sensación de que ingresé a la rueda de un tiempo reconocido, pero cargado de la archiconocida vejez del mundo, pude leer a dos autores fabulosos: León Felipe -1884-1968 (Prosas) y Henry D Thoreau -1817- 1862 (Cartas a un buscador de sí mismo).  

A estos autores los tropecé por casualidad en Bogotá, a uno (León Felipe) lo observé perdido entre el alma de varios libros usados y en medio de corotos viejos y al otro (Thoreau), le di la mano en otra librería, pero bajo el sello de lo nuevo. Los incluí en mi mochila de viaje hasta Barranquilla, donde desembarqué por la noche después de una hora de vuelo. Venían en compañía de otros autores, documentales audiovisuales y películas.

Volar es una sensación extraña de destino incierto.

León Felipe reivindica la poesía en una búsqueda endemoniada por ser, a pesar de la prosa. “… Siempre me he escapado, escribe, de “llegadas y despedidas”,  de festividades y recordatorios. He vivido en un mundo sin fechas. No he sabido nunca cuando era la feria…” Más adelante: “Si se abriese ahora, de improviso, la puerta y alguien se adelantase a preguntarme quién soy yo, no sabría decir cómo me llamo… ¿Quién soy yo? He aquí una buena pregunta para hacérsela el hombre por la tarde, cuando ya está cansado y se sienta a esperar en el umbral de la noche.” Y al final: “Puedo explicar mi vida con mis versos”.

Prosas es una especie de experimento sustanciado con la prosa y la poesía. Un talentoso ejercicio poético que busca despertar en el lector la rebeldía, exaltada en la “teoría” del hombre prometeico. 

Thoreau, por su parte, fue un rebelde, un caso raro, creo, entre los hombres de su época. Se negó a pagar impuestos, oponiéndose a la guerra contra México y a la esclavitud en los Estado Unidos. Quizás él fue el ejemplo para que Muhammad Ali se rebelara, un siglo después, a participar en la guerra de Vietnam. Ambos fueron encarcelados. 

El libro de las Cartas, una correspondencia sostenida durante 13 años con Harrison G. O. Blake, es una defensa tierna de la naturaleza, a pesar del “pensamiento salvaje” del autor. “Ser admitido en el corazón de la naturaleza, le escribe a Blake, no cuesta nada”. Inmerso en su lectura me vino a la memoria un cuento hermoso, leído hace menos de un año: el hombre que plantaba árboles, de Jean Giono.

Thoreau dictaba conferencias y experimentaba con la naturaleza, vivía en el corazón de la tierra y escuchaba la risa del río Assabet, e incluso era un agradecido con los frutos que venían enredados en la turbulencia de sus aguas. Le hablaba al oído a Blake para invitarlo a emularlo: “La propia pobreza de la naturaleza exterior, le escribía, exige una riqueza interior en el caminante”.

Lo increíble de esta experiencia lectora es la de poder otear el pensamiento de hombres ilustrados de tiempos del pasado lejano y cercano a nosotros. Comprobar si el hombre esencialmente sigue siendo el mismo, o el mundo sigue siendo también ese parche de horrores y belleza extraordinaria. En esto consiste el viaje de la lectura, en ser visores, en comprobar y comparar los mundos.

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