viernes, 2 de enero de 2015

Bitácora

¿Qué hay en la biblioteca de papá?

Por  Pedro Conrado Cúdriz

Después que murió mi padre, quise saber por qué papá pensaba como él lo hacía, por qué a veces era tan complicado y complejo y en otras ocasiones, tan sencillo y humilde. Confieso que muy poco me interesé por lo que él leía y menos por la biblioteca, ese mundo de libros donde se perdía sin molestarle una coma al silencio, cada tarde, cada mañana, cada noche. Me recomendaba los libros, me los llevaba a la cama, los empezaba a leer, pero después me desconectaba de ellos. Debo decir, y esta es quizá otra confesión, que él lo hacía porque quería tener una conexión diferente conmigo, no esa relación tradicional padre-hijo, sino algo que trascendiera más allá de los afectos, de esos que el poeta mexicano, Jaime Sabine, incendia, quema, en uno de sus poemas.

Y no era su ternura y su paciencia, era la manera como intentaba comprender el mundo, las situaciones, los comportamientos; era también su locura de no molestar a nadie, de no maltratar, de esperar que el mar se calmara para poder subir al barco; la manera cómo explicaba, cómo entendía, parecía que siempre estaba pensando. Mamá le preguntaba algo y él tenía la respuesta en la boca como si estuviera esperando la interrogación.

Y yo, ausente, tan ausenté de él, que ahora me duele. La verdad es que no sé en qué momento comencé a alejarme, en qué momento la montaña nos separó. La única reflexión que tengo para explicar este fenómeno es la edad, estaba muy joven, salía del tiempo atornillado de la adolescencia, y uno sabe que en ese corto instante histórico del individuo, priman más las perturbaciones y las búsquedas personales de la edad, que otras cosas.

Recuerdo la última vez que lo vi llegar cargado de libros y películas, feliz como un niño con sus juguetes. En esa ocasión me pregunté dónde metería tanto libro mi padre, porque su biblioteca parecía más bien el cuarto de San Alejo, ya que los libros, las revistas, los periódicos e incluso el computador de mesa, estorbaban el andar por ese micro mundo de autores. Me informó de los títulos y los autores comprados y me recomendó la película “Los idiotas.”

Sé muy bien que cada quien se alimenta con lo que tiene, de aquello que le alcanza, de lo que puede hacer, de lo que busca, de lo que sueña, en esto consiste, me dijo un día, el ejercicio de la espiritualidad. “Porque yo leo lo que puedo leer y tú lo mismo. Nunca envidies lo que otros leen, porque ellos hacen los mismo que tú, leen lo que pueden.” 

Duré largo tiempo hurgando en su biblioteca, revisando los subrayados de sus libros, lo que escribía al margen de las páginas, lo que escribía en la prensa escrita, sus libros, sus bitácoras, en las redes sociales, algo que me llevará a comprender el sentido de su vida, aquello que le permitió agarrarse al hilo invisible de la existencia. “A uno, escribió en una libreta de apuntes, lo trajeron al mundo y lo pusieron a sus pies, y al final uno tiene que descubrir por qué hicieron eso y luego darle respuesta al para qué, que es más importante que haber nacido.”

Ese era mi padre, un lector empedernido, afiliado a la soledad del ejercicio lector y escritural, ermitaño, pero sabio. Ahora mismo tengo la misión personal de realizar las conexiones espiritualmente trascendentales que no pude hacer con él en vida. La muerte también sirve para algo.

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