domingo, 9 de noviembre de 2014

Bitácora

Los libros y un incidente de viaje

Por Pedro Conrado Cúdriz

Viajaba del centro del departamento al sur del Atlántico en un bus añejo y además repleto de pasajeros y sueños; tuve la fortuna que uno de los pasajeros se quedó en unos de los pueblos de la vía y dejó el puesto libre de pesos, para que yo lo ocupara.

Acostumbro en viajes de una hora, a veces menos, a veces más, leer un libro de bolsillo que siempre me acompaña, como un viejo amigo de viaje; a veces es un libro de poesía, en este caso “La geometría del agua” de Fernando Denis, y en otros, relatos cortos. La lectura, en mi caso, requiere del silencio, del vivir sin el tic tac del reloj, con la quietud de los ruidos.

El silencio permite la concentración, focaliza la atención en el placer de la lectura.

Y ocurrió lo inevitable, el conductor, en el marco de los hábitos de los transportadores de este tipo, le subió el volumen a la radio para que se pudiera escuchar mejor la canción vallenata en medio del ruido ensordecedor de la máquina. El ruido invadió mi cuerpo, todo, agresivamente, como golpes de mano, razón para abandonar la lectura. Pensé en la insensatez del transportador, en su indelicadeza y falta de consideración por los pasajeros, que como yo aman el silencio, la introspección.

Miré para todos los lados y algunos de los pasajeros estaban absortos en sus propios pensamientos, otros conversaban animadamente y otro, muy joven, entonaba la melodía que se escuchaba por los parlantes chuecos del autobús. Había tres jovencitas con sus aparaticos y audios personales, ensartados en sus oídos, escuchando otra clase de música, pero sin perturbar a nadie. Las miré agradecido, intentando retomar la vía de la lectura.

Me levanté y le pide con amabilidad al conductor que le bajará el volumen a la radio y me observó de arriba abajo – probablemente pensó que yo estaba loco- sin determinarme. No dijo nada, siguió conduciendo su máquina vieja, muerto de la risa, mientras conversaba con su ayudante de viaje. Volví a mi puesto molesto por el comportamiento antisocial del transportador, por su incomprensión y desconsideración.

Tengo un amigo, el autor de “Un hombre destinado a mentir”, Ramón Molinares, que se molesta cuando uno lo llama al móvil en los horarios de la mañana, le molesta que le interrumpan la lectura o el placer de la escritura de algún artículo para la prensa. Puede usted imaginar amigo lector, las necesidades diversas de todos los pasajeros del autobús, puede incluso imaginar que el conductor no imagina, aunque tenga imaginación para considerarlas. Y sin en embargo, la piedra existe, está ahí para ser contemplada, analizada.

Pienso en la democracia y los demócratas, en los cultos y los incultos, y en el gran esfuerzo del mundo para evitar que la estupidez alcance el límite del hombre, que lo toque, y si lo toca que sea capaz de comprender la suma de las tonterías que un hombre puede cometer mientras conduce.

 En mi silencio me pregunté si el tipo que conducía la máquina había asistido alguna vez a un curso de relaciones humanas, o de meditación, algo de yoga, para realizar los encuentros con su ser interior, pero por las apariencias, el conductor parecía más un vecino del Cesar, un habitante sempiterno de las parrandas vallenatas. Solo faltaba la mesa y los cuartos de licor.

Intenté conectarme otra vez con la poesía de Denis, pero comprendí que lo mejor era ver desfilar el paisaje verde de la región, observar a lo lejos, a mano derecha, las montañas del Atlántico, sembradas quizás en las geografías de Usiacurí, o Tubará. En algunos casos se puede leer, en otros no, y este fue otro caso en el que el libro salió perdiendo.

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