miércoles, 2 de julio de 2014

Bitácora

Hablemos de fútbol

Pedro Conrado Cúdriz

El primer campeonato mundial de fútbol fue el de México 70, lo vi en blanco y negro en casa de un vecino, la del señor Tito Mejía, padre del poeta Tito Mejía S. Fue mi primer deslumbramiento y al final se convirtió en mi pasión de las horas; después lo practiqué un poco para recuperar lo extraordinariamente lúdico de la infancia y así, poco a poco, se fue diluyendo mi pasión, hasta quedar reducida a este polvo gris de mis cenizas futbolísticas.

Mauricio Silva, en estos días dibujó mejor esta transformación: “Y en la medida en que la bota de nuestro pantalón se fue acortando, que nuestros sueños se fueron transformando en otros (porque en la adolescencia también quise ser roquero), que los procesos de la vida nos convirtieron en otra cosa diferente a Johan Croyff (que fue el primero que quise ser) y que todos mis amigos que se decían llamar Kempes o Zico o Rossi se volvieron comerciantes, pintores, contadores, zánganos o publicistas, en la medida que todo eso sucedió, el sueño se quedó allá, atrás, enquistado en un lugar recóndito del “coco”.

Luego vinieron otros encuentros de copas mundiales, igual el fracaso de la selección nacional, pero también el quite a esta fiebre de 360 grados, a la furia de creerme ciudadano del mundo solo por sentarme a ver un partido de fútbol entre el Barza y el Real Madrid. La globalización no lo ha hecho todo, tampoco el fútbol.

Este deporte de cuarenta y cuatro piernas y una esférica rodante en un campo verde, ha comenzado a reemplazar las iglesias y los dioses. El balón es el dios todopoderoso que mueve montañas, quita sueños, proporciona guerras nacionales, asesina a las gentes, aporta sentidos de vida, proporciona desastres, le abre las venas a la euforia, y las religiones terminan siendo las empresas de hacer dinero diario: el Junior, Real Madrid, el Nacional, etc.

La vida de las gentes sin el fútbol sería otra cosa, tal vez un lugar de largos aburrimientos, sujetos tirados en la vía, o en la casa sin pensar en nada, obsoletos, con los ojos descuajados por la ironía, por el cielorraso y la tiranía de las horas. Ese mundo sin equipos de fútbol es inconcebible, igual pasar las horas sin los móviles celulares, o desprendidos de la internet. El dios balón nos ha arrinconado en la sala especial del televisor y nos ha triturado el espíritu. Pero eso no importa mientras exista la esférica y cuarenta y cuatro piernas persiguiéndola.

Del fútbol me asombra lo extra futbolístico, lo que escapa al ojo inmediatista del fanático, aquel que no aprendido a leer más allá de lo que ocurre en el templo del estadio. Como aquella historia surrealista y terrible del Brasil del siglo XX en la que Carlos Alberto se tenía que embadurnar el rostro de blanco para que lo dejaran jugar los blancos racistas. O aquella otra historia del futbolista Carlos Caszely, quien se negó a tocarle las manos a Pinochet, el sátrapa despiadado que acorraló a Allende, el presidente elegido democráticamente en Chile, y quien fue obligado a suicidarse por la dignidad de su país. Historia parecida a la del jugador austriaco, Matthias Sindelar, quien el régimen alemán nazi de 1938 quiso utilizar pero que se rebeló anotando uno de los dos goles con los que su selección le ganó al débil equipo alemán. ¿Quién no recuerda a Paul Breitner, aquel valeroso jugador  alemán, que renunció a participar de la copa mundial argentina (1978) para protestar y deslegitimar la dictadura de los gorilas militares de aquel régimen autocrático?  O  a quién se le olvida la vida del jugador de Costa de Marfil Didier Drogba, artífice de la paz de su país. El fútbol no es solo patas y balones, es otra cosa si se quiere ayudar a construir país. La vida de este jugador es un ejemplo de la utilidad de este deporte. También se le pueden meter goles a los que nos gobiernan.  

Estas historias también terminan validando la religión del fútbol y son como la mano derecha y el pie izquierdo, inseparables. 

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