martes, 15 de abril de 2014

Bitácora

El flagelante, territorio sacro

Por Pedro Conrado Cúdriz 

Uno no sabe a la larga cómo la flagelación nos jodió la vida

La búsqueda
Arte, otra mirada, otra realidad. ¿Poesía? ¿Belleza? Nunca defensa de nada. Simplemente goce, o deleite. Acto gratuito para los ojos del mundo. No es el espectáculo masivo de la carne en exposición pública, como lo observa el espectador, sino la experiencia cultural, o el acumulado histórico de la supervivencia ingenua de los tomasinos. Entonces se busca que el que observa identifique el cuerpo del flagelante como el territorio de almas del pueblo.

Los pies
Una película turbia los cubre de pies a cabeza, mientras se agigantan en mi memoria los recuerdos; los he visto siempre, los del abuelo Nolasco, pies campesinos, y también los del flagelante, o los pies del profesor Moncayo, justos y marchantes en su tiempo por la dignidad de la nación. Puede que sea una fotografía de los años 70, en la revista Alternativa, pero son esos pies gigantes los que ahora recupera mi memoria. Casi no caben en la página ni en mis recuerdos; el talón calloso, fuerte como un roble, con las señales de la guerra, de la lucha con y por la tierra. Poco a poco la otra guerra acabó con ellos y les quitó la tierra. Cuando veo algunos en las calles de Colombia, los distingo por la callosidad, por la fortaleza del roble, o por las goteras de la sangre, pero ya no hay tantos árboles en la ruta. Esta clase de hombres se han ido y no nos hemos dado cuenta. La vida también.

La sangre
Corre por las avenidas, las ciudades y los barrios interiores del hombre. A veces se desborda su cauce y el corazón amenaza con estallar. Con cada zancada hay barrios que desaparecen arrastrados por el oleaje y la fuerte corriente descendiendo de la montaña, a mil metros por segundo, mientras los pasos se aceleran en la arena ardiente de la calle de La Ciénaga; el calor sofocante penetra la piel y adelgaza el espesor del viscoso liquido rojo, para que fluya con mayor fuerza hasta que alguien se atreva a iniciar el ritual de los golpes en el mayor de los territorios, una, dos, tres y cien veces, y de pronto un corte, y el chorro, una pluma, el manantial y la sangre fluyendo a borbotones por la llanura, gritos, asombros, silencios, desmayos, y el gentío con sus ojos de piedad observando otra vez fluir la sangre en un escenario que es de todos, público, y en un territorio vivo; la vemos brotar a voluntad, provocado por unas manos donantes o sanantes, y la sangre otra vez imparable y golpe a golpe no dejará de correr o danzar con el flagelante, dos pasos hacia atrás y tres hacia adelante  y hasta que la pollera se tinture del rojo sangre, de ese rojo que palpita al interior de cada observador del viernes santo, o del que cae acribillado en cualquier esquina de Colombia, o de aquellos jóvenes enamorados, que ardiendo de fiebre de besos y a punto de colapsar de amor, se buscan con los ojos, con los brazos, con las manos y con los restos del  cuerpo, y hasta que el territorio, en especial las venas, se cansen de regalarle al mandante el líquido espeso que atrae al otro, la sangre no dejará de brotar del territorio humano. Y quizá esta sea la misma sangre de las corralejas y las galleras, la misma sangre por la que la multitud se cita para disfrutar o compartir los mismos sentimientos o emociones que depara el territorio, o ver la sangre correr entre las astas de un toro y observar la vieja piel del pobre hombre herido por las cuchillas flagelantes de la desesperanza.

El territorio
No son los huesos, ni la sinrazón, es esta fortaleza que aceitamos todos los días en los gimnasios, la embellecemos y la cuidamos con esmero en los  centros de cirugía estética de la ciudad; o es esta carne débil que florece en cada acto  amoroso y luego se derrama en la fisiología de un orgasmo puro, o fingido de amor; o es aquella escatología del desfogue diario, vieja condena humana de la humildad y los apurados sacrificios del cuerpo; o es la eterna tortura corporal de los infantes, adobada por los supuestos amores maternos o paternos; o es esta manera creativa de martirizar la estructura del cuerpo para agradecer a un dios sonriente, lo que la mente y la ciencia no han podido subvertir.

El rostro
Viejo como una montaña sagrada, sin lujos ni grandes prodigios naturales, simplemente las pendientes por donde se precipitan los ríos de esperanza de los ojos, y aquella misteriosa corriente de fe, con la que ha sido imposible trasladar la montaña, moverla a otros lugares de alegrías eternas. Quizá sea el espejo del territorio con sus dos gotas de agua salvaje, dos gatos negros para asustar a la muerte.

Las manos
Es la parte del territorio más llano y el menos pretencioso de todos, el descanso de las arterias; un camino para sanar, tocar, herir y fundir el alma; en la ruta de la sanación quizá se atrevan a herir el cuerpo con aquellas manos, que al tocar la guitarra fracturan los silencios; no es intencional ni tampoco inocencia, es el deseo de curar el que procura el ensayo, o la ciega tradición de unas maneras de ser que, en la circularidad de la vida agreste y poética, se procura la magia de la supervivencia.

Dios
Todavía no he podido encontrar en todo el territorio, las evidencias de la existencia de lo divino, o el milagro de lo irrealizable; no las he encontrado en nada, ni siquiera en la creación del acné, seguramente hecho para el asombro. Lo que he logrado capturar son otras evidencias, el esfuerzo diario y sobre humano del hombre por reinventarlo y luego conservarlo, memorizarlo y amarlo por encima de sí mismo y luego consumirlo como a la Coca-Cola.

El alma
Es lo más misterioso del territorio y persiste oculta en las conexiones neuronales del cerebro, una ilusión o realidad metafísica para afrontar la vieja animalidad humana. El mito del ser. Y señales no hay. Sin embargo, están los mojones espirituales a la vera del camino: las cruces en el cuerpo, la sangre derramada con sentido familiar, el capirote, la disciplina, la pollera. Extraño, pero así ha sido  el hombre en todos los tiempos.

El infinito
Nadie puede pensar que el cuerpo tiene límites si son evidentes los atajos libertarios del territorio, la búsqueda y los ensayos para probar su inocencia, viaja manía del rebelde para escapar de los conquistadores. Y no es la disciplina o el látigo la amenaza, es la imposición papista la que pone en peligro los límites territoriales, la madurez del que osa corromper la prisión de la oficialidad.

El dolor
El sufrimiento y la sangre son toda una mancha en el continente, un invento de otros para las expiaciones de las culpas, o el martirio proporcional al cuerpo para embalsar lo violado, lo practicado, o tal vez para adobar el discurso cultural del cuerpo o para adaptarse al territorio. La punzada interna, la herida apenas provocada para la historia. El dolor soportado para soñar que somos diferentes, extraña manera de ser otro, el escupitajo de los ineptos.

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