lunes, 28 de enero de 2013

El último bufón

El último bufón 

Por Hugo León Donado

Ya para los primeros días de diciembre, nos obstante la anunciada navidad, el cuerpo de los propios carnavaleros empieza a segregar una hormona que se llama carnavalina, para esta ocasión que cuento, estaba yo en Madrid cuando me sorprendieron esos metabolismos. Terminaba el otoño y me agobiaba la resaca que me había dejado la noche anterior el trote sobre la rumbosa pernoctada madrileña. Ya no pensaba sino en el fantasioso sueño de crear el disfraz que luciría el sábado de carnaval, cuando retumbaran los tambores por toda la ciudad y los palcos de la Vía 40 temblaran de emoción al paso estremecedor del primer desfile; “La batalla de flores”. 

      En una de las ventillas del rastro, un mercado al aire libre, en torno a La Plaza de Cascorro, que está especializada en la venta de ropa underground y accesorios, encontré un gorro de bufón que sugirió la honrosa dignidad de representar este personaje en las fiestas del Dios Momo bajo la canícula Caribeña. Así fue, que en aquel recorrido fascinante tuve la oportunidad de completar todo el disfraz. Me zambullí en la acuosa Venecia mientras repasaba sus callejuelas de encanto palaciego, me paseé por la plaza de San Marcos imaginando al bufón en medio de aquel palomerío impresionante  resbalándose en sus deyecciones y descarté por compasión, recrear al truhán en mi disfraz de igual manera a estos desgraciados engendros que servían de entretenimiento a una sociedad corrompida. No obstante la idea del bufón de las cortes europeas fue tomando forma y a la final incorporarlo al bullicioso carnaval caribeño no me fue pareciendo una ocurrencia tan traída de los cabellos. Todo nuestro carnaval agota una vocación ecléctica donde convergen rezagos de diferentes procedencias culturales. Ah, Venecia! Así como suspiraban los reos tras las rejas al ver la ciudad cuando eran sentenciados en el callejón de los suspiros también suspiraba yo, pero sumergido en el encanto inspirador del ceremonioso y místico carnaval veneciano, mientras me probaba una máscara que se ceñía perfectamente a mi rostro y desvirtuaba cualquier asomo de mi propia identidad; era de rombos rojos, negros y blancos, perfecto ensamble para el sombrero del bufón, que desde ese momento acababa de adquirir su alma.

     Cuando llegas a Barranquilla percibes de inmediato una tibieza que enamora… es un no sé qué! Si eres de acá y has pasado un tiempo afuera, esa sensación te permite confirmar que esa es la tuya; tú ciudad… pasa como cuando en uno de esos deslices vuelves con tu pareja y la sientes más tuya que nunca! Aja! así es acá… Llegué a Barranquilla cargado de regalos que había acumulado durante el viaje y que obedecían a los antojos de la gente que amo; bisuterías, emocionantes maricaditas que compré con todo el amor del mundo. Ya la gente estaba prendida de carnaval y en el paisaje los árboles estaban florecidos en su inmensa calidez… La ciudad era un primor. Los pre-carnavales se disfrutan con la misma emoción que la fiesta mayor, solo que apenas son los ensayos. Cuando llega la víspera y la comparsa toda esta expectante y nerviosamente emocionada, se promete la consigna de no beber, ni desordenarse mucho durante la noche del viernes para amanecer en condiciones físicas respetables y ofrecer un buen rendimiento a la hora del desfile. Pero ese año mis buenas intensiones se fueron al traste, desviadas por un grupo de amigos que llegaron de afuera y no aguantaron las ganas de anticipar el goce. Yo que soy tan débil, caí en la trampa fatal de la inconsciencia. 

      A un rato me había sumergido en la baraúnda de la “Troja” y cualquier intento escapatorio era indeseado, la descarga de salsa retumbaba en mi corazón embelesado y vibraba al son de una multitud ardiente que en excitante frenesí, abarcaban todas las humanidades. El sudor ajeno, los cuerpos palpitantes, lo roces del sex-appeal y la lujuria inyectada, me abarcaron en sus efluvios hasta el amanecer. El sol radiante y quemador me sorprendió con mi atuendo de bufón puesto, absolutamente sofocante en los temblores del guayabo. Me quería morir; apenas se abría el carnaval y yo ya había pasado en jornada continua dos noches en desorden. El cuerpo resentido se resistía a los embates del jolgorio. Así amanecido, los amigos que me ayudaron a disfrazar habían logrado un trabajo perfecto, bajo la máscara de bufón se dibujaba además un maquillaje impecable que ya empezaba a hervir bajo el sol de medio día. Casi muerto, ahí estaba yo; ansioso, esperando la orden de marcha hacia la gloria.

    Realmente estaba exhausto, me había preparado para este momento con entusiasmo apasionado, y ahora no salía de mi espasmo, traté inútilmente de incorporarme, de salir de aquella “pálida” incapacidad No solo se trataba de mi propio goce, sino el compromiso de liderar en parte una intensión colectiva con serias responsabilidades logísticas. Sonaba la banda musical que nos acompañaba, todos me rodeaban bailando, yo lo hacía y nadie se podía imaginar que bajo el disfraz estaba un muerto. No obstante que me empiné varias veces una botella de ron, todos los intentos por salir de aquel trance pavoroso eran fallidos. De diferentes procedencias me brindaban rones, aguardientes, tequilas, cervezas y un exquisito brebaje de ron y aguas de coco que es la bebida oficial que se surte a los danzantes. Cuando dieron la orden de marchar, la multitud espectadora se me vino encima, todos vitoreaban y cantaban enloquecidos y yo en el vórtice de mis emociones había colapsado. Tenía bien claro que no podía dejar el desfile, pero ya no contaba conmigo.

      Me escurrí entre la gente casi arrastras y cuando ya estaba a punto de desmayar advertí aquel muchacho entre la gente, tenía la misma contextura que yo, la misma altura, me acerqué rápidamente a él, me miro con una cara de conmiseración, le dije: esto es una asunto de vida o muerte! me fui quitando la máscara, los guantes, el disfraz completo, saqué de mi mochila carnavalera media botella de ron que me quedaba, le advertí que tomara un trago grande, lo hizo casi de mala gana. Miré hacia atrás y el espectáculo era alucinante, esplendido: Los bandereros danzaban sincronizados enarbolando la dignidad y la gloria de la comparsa. Los músicos sintonizados en rítmica sonoridad alzaban al aire las trompetas, sonaban los cueros, casi medio millar de disfrazados en el umbral de su belleza contorsionándose de dicha… todo el mundo deliraba. Como ante un espejo en caleidoscópica figura miré asombrado al bufón, me percaté de que exhibiera en su pecho la credencial que le acreditaba como miembro de la comparsa donde se leía con claridad mi propio nombre, dí un último retoque con mi mano temblorosa al maquillaje de su cara, le advertí que no debía hablar con nadie… - tú solo baila, baila como nunca has bailado! Y lo vi alejarse bailando con gracia, aproximándose al desfile, se dio vuelta hacia mí, sacó de mi mochila la botella de ron, se la empinó emocionado, me miró concupiscente haciendo una seña de feliz complicidad desde mi propio frenesí.

      La banda El Milagroso de San Benito de Abad tocaba el tema: “Vámonos caminado”… papara pa pa pa pa papa pa pa pa.. todos esperaban a Hugo el bufón que se extendía precioso en la vertiente del jolgorio… Me animó saber en medio de la maluquera, que apenas era sábado de carnaval. Ya me las desquitaré! pensé, mientras asumía mi carnestolendica ubicuidad.

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