martes, 18 de diciembre de 2012

Letras sin fronteras

Los abuelos nunca mueren

Por: Irene Ángel Agudelo

Pasó su vida plena, desgastándola de a poco, suspirando el aire como si fuera el último, alimentándose de historias contadas por él; vivió como se tiene que vivir y no vivir porque le tocó nacer. 

      El abuelo hablaba de la muerte como extensión de la vida y quería que así lo recordáramos. Alzaba sus manos al cielo y decía que para subir a él, no se necesitaban alas, solo arañar la tierra.

      Entre risas y anécdotas, se pasaba los días sentado en el cafetal, que él mismo recogía en tiempo de cosecha, para luego venderlo a mal precio. 

      Quería que sus hijos estudiaran, ya que él no pudo, aunque aprendió a leer de puro milagro, porque su amigo de todos los tiempos le enseñó solo una vez. Decía que nunca pudo ir a la escuela por falta de tiempo, pues tuvo que trabajar desde muy pequeño.

      En la adolescencia, le quedó mucho tiempo para practicar la lectura, su padre le recordaba todos los días que los libros eran las mejores armas contra la ignorancia y él lo tomó al pie de la letra y logró llegar a ser el mejor lector, enseñando a vecinos. 

      Contaba que cuando cumplió quince años, tuvo que compartir la cama con un primo, de esos que se las saben todas y, gordo por comer todo lo que veía y olía,  era experto en aviones de papel, así que los libros del abuelo que para su abominable primo, no significaban sino la herramienta de su diversión, terminaron todos con las hojas convertidas en aviones de guerra.

      Las carátulas simulaban el techo del depósito de las aeronaves, esta era la prueba irrefutable del crimen contra sus libros, pues si no fuera por esto, mi abuelo, pensaría que eran textos, que el indeseable familiar cargaba siempre con mucho orgullo en la maleta cuando se iba de vacaciones. Todos en la familia creían que era un gran lector, hasta que mi abuelo develó la verdad y supieron que los cargaba solo para hacer aviones con las hojas. 

      Esas portadas de libros sagrados fueron suficiente motivo para despertar la ira de mi abuelo y asentarle un puñetazo en la cara al inventor de aeroplanos. Anécdotas repetidas y, memorizadas por todo el círculo familiar, y cuando llegaba a la parte de “siempre nos ganábamos de mi mamá una pela” ahí ya sabíamos que iba a terminar su larga historia, y empezábamos a levantarnos para salir corriendo a jugar.

      El abuelo, pensábamos, era atemporal, no tenía arrugas ni en el alma, ni el cuerpo, nadie sabía de su edad, aunque podía tener un día noventa y al otro día, tener más de cien, aunque no recordaba mucho sobre su vida, seguía contando las mismas historias robadas o propias, escuchadas por aquellos que tuvieran oídos y paciencia, pues eran largas y repetitivas.

      Nunca se pudo recuperar el registro de nacimiento al quemarse misteriosamente la iglesia del pueblo donde nació, y ese pueblo no era la excepción para estos sucesos, se decía que pueblo que respete su historia tiene que contar la desaparición de algunos registros de nacimiento. El motivo no interesa, pero lo importante, es que sus habitantes, “tengan algo que contar”. 

      Tampoco recordaba el nombre del pueblo, pero algún lugar del suroeste de Antioquia era su terruño. Todo el mundo tiene una tierra que pisar por primera vez, así mi abuelo dijera que él lo único que había pisado en su vida era la tierra, pues nunca había subido a la luna; esa era otra característica de su personalidad, el humor que le imprimía a sus narraciones. 

      Sus hijos buscaron su origen y lo encontraron en Titiribí, aunque no quedaba señal escrita que había nacido allí. De su nacimiento atestiguó la bisnieta de la partera, decía que por historias, solo sabía lo que escuchaba de su bisabuela y era que nunca olvidaba ninguno de los niños que ayudó a nacer, y quedaban escritos en una libreta que nunca se encontró.

      También hay que agregar que fue Titiribí, el único pueblo liberal, donde nunca pudo entrar la violencia con sangre, pues cerraron el pueblo con murallas de cemento y murallas humanas, que no dejaban pasar ni el agua sin permiso y, cuando mi bisabuelo quiso regresar con su familia, ya no pudo porque los caminos estaban cerrados por los militares, recogiendo muertos en las orillas de las carreteras. Así que mi abuelo, volvió a conocer su pueblo, cuando tenía hijos y nietos.

      El abuelo era liberal por genética y convicción, aunque muchos decían que no sabía de política, sino que solo le gustaba la corbata roja por lucirla y tuvieran que decir de él, algo malo, algo bueno, pero que dijeran algo.

      Al llegar al final de su vida, la medicina que le inyectaban para el dolor que  le producía el cáncer, le hacía hablar soñando: “vaya lea la biblia, que viva Dios y yo, que viva el partido liberal”, en esta última frase expiró. Recordé que para él la muerte, era empezar de nuevo la vida, y seguro que en esa vida, iba a tener que empezar a narrar de nuevo todas sus historias, yo imaginaba que empezaría así: “cuando vivía en el otro lado”. No me atrevo a decir si su continuada vida, le gustaría seguirla en un cielo, o seguir pisando una tierra, que era lo más seguro que tenía, decía: no necesito comprar más tierra, porque algún día la voy a tener toda encima; no duermo mucho, porque ya tendré tiempo de hacerlo cuando me llegue la hora. Así era su filosofía de la vida, siempre optimista, de ilusiones al futuro incierto, pero que para él, era más cierto, que morir para continuar viviendo. 

      Se fue una mañana lluviosa de abril a los cien años, aunque digan que eran más, nunca necesitó de lentes para enhebrarle la aguja a mi mamá y a las amigas costureras; misterio para la ciencia, para la familia y para los que creen que la vida se mira con los ojos.

3 comentarios:

  1. "así era su filosofía de la vida...morir para continuar viviendo", y vive. Ese liberar vive lo sabe Dios!!!.Como viva está tu palabra...Quizás las cosas que pudo pensar, sin saber hablar, las ponga hay en tu boca. Gracias Irene, siempre te he admirado.Fuerza.Maravilla de trabajo...*Richard Stovinky//.

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  2. Agradeciendo de paso la publicación de obras por estesitio. Grande la Cultura!!. Abrazos a Juan Carlos Céspedes.

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  3. Precioso gesto el aquí dejado por Irene Ángel. Nos presenta a ese abuelo entrañable que de algun modo nos representa a tantos y tantos otros abuelos con sus batallitas y modos de vida, pero con la peculiaridad de una hermosa prosa en su forma de narrarlo. Debíó de ser un gran hombre y un gran abuelo. Gracias que aquí sigue vivo de la mano de Irene. Mis bendiciones para él y mis felicitaciones para Irene Ángel Agudelo. Disfruté leyendo las anécdotas de los aviones hechos con las hojas de los libros... lo imaginaba y los veía, ahí, discutiendo.

    Luis García
    QMC MAGAZINE

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