Por Ignacio Verbel Vergara
Cuando los primeros amaneceres irrumpieron con sus coronas de rocío y de luces sobre la faz de la tierra.
Cuando los mares bramaban, henchidos de sal, de soledad e inmensidad, poniendo una nota líquida y fulgurante a la vez.
Cuando los glaciares se hacían añicos y llevaban tras de sí miríadas de colores.
Cuando los primeros árboles festoneaban con la brisa, produciendo melodías sublimes, surcadas por los perfumes primigenios.
Cuando dos miradas se encontraron por primera vez y fue como si en ellas mismas hubieran descubierto el paraíso
Cuando del vaho de las hojas se desprendía la luz de las estrellas
Cuando en las riberas de los ríos surgieron los primeros cantos, los primeros amores, los primeros frutos y los primeros alaridos de sensualidad
Cuando Dios dejó de esconderse en la maleza y saltó al labio humano convertido en palabra
Cuando era posible encontrar los más genuinos jugos en las flores y en la hierba
Cuando aún no existían Roma, ni Atenas, ni París, ni Babilonia, ni Damasco, ni Tebas.
Cuando el vuelo de los pájaros más que vuelo era signo, augurio y placer.
Nació la poesía
Y se enredó con las barbas eternas del sol, con el aroma dulce y duro de la tierra, con los ritmos urdidos por el viento y las hojas, con la textura suave y cantarina del agua, con el oro de las mazorcas maduras, con la fastuosidad yodada del mar, con las caricias de los amantes, con el rumor de los ríos, con el vuelo eléctrico de las mariposas.
Ella, la poesía, se apoderó de la sumatoria de las cosas y las habitó sin prisas, con delectación y sabiduría. Cosa en la que encarnaba, cosa que se vestía de hermosura y de encanto. Empezó a habitar también en los espíritus de los hombres y de los objetos. Murmullaba en los bosques, en las cascadas, hasta en la oquedad de los desiertos y en lo inhóspito de la estepa. Se convirtió en abrevadero, en oasis, en tierno seno.
Y empezó a aparecer en los escenarios más insospechados: en la danza primitiva alrededor de una hoguera chisporroteante y lúbrica, en los pechos núbiles de las muchachas prehistóricas, en los sonidos arrancados a una concha de caracol, a una gaita, a unos tambores ancestrales, a unos trozos pétreos de madera que se chocaban entre sí. Se paseó por las nubes, puso su toque en las montañas, iluminó los jardines y florestas. Untó con su esencia lo imperecedero, le prestó alas a lo trascendente y habitó los colores y las formas perfectas.
Ella, la poesía, que no se avergonzó de su desnudez profunda ni de su sencillez a toda prueba. Que bendijo los labios de los profetas de la vida. Que ornó la sien de los mártires. Que defendió su lugar en todos los escenarios de la creación inmarcesible. Que coronó las sienes de sus más fervientes cantores. Que llenó con su elixir las copas de sus celebrantes.
La poesía en la vanguardia de la vida y de los sueños.
La poesía con su calidez y su ternura, con su vibrato encendido o su hisopo de blandura.
La poesía, presencia eterna, luz y música, viento y centella.
La poesía, síntesis del ser, abanderada del himno que da razón de la existencia.
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