Por Juan de Dios Sánchez Jurado
El programa que por estos días se roba el tiempo y la atención de los televidentes de varias naciones se llama La Voz. Un concurso de canto que, como cualquier hamburguesa de Mc Donalds, se regó globalmente, adaptándose al mercado de cada país para el consumo de las masas. El objetivo del show es, según sus creadores, encontrar la próxima gran voz del territorio en que se franquicia el formato, llámese The Voice U.S., The Voice U.K., La Voz Colombia, etc. Lo anterior, siguiendo la consigna “las apariencias engañan, la voz no”. Pensando más en el lema que en el programa, se me ocurre que no les falta razón. No es acaso la voz el certificado de la temperatura y el temperamento de cada uno. Las notas que marcamos al afinar las ideas. Acaso no es la voz, también, el presagio del luto que a todos se nos ha prometido.
Antes que la voz, a los seres humanos no es dado el llanto. La tesitura del lamento con que saludamos el primer instante de mundo. Con el llanto anunciamos el hambre, el sueño, el fastidio, el temor. La voz viene después (aunque nos sirve para anunciar lo mismo). Es un premio a la permanencia. Gotas de aire que seleccionamos a voluntad o por imitación. Huella digital con la que bautizaremos, mediante sílabas primero, y parrafadas después, nuestra correspondiente rebanada de existencia.
El nido de la voz es la garganta. Ese instrumento de viento y cuerdas del que emana la caligrafía de nuestra historia. Desde la primera palabra. Desde que aprendemos a utilizar el esqueleto como parlante. Y que los demás se atengan a lo que diga nuestra voz y a lo que clame más allá de lo que dice.
Está el que habla solo y persigue con los ojos la cometa del delirio. Está el que se rompe de dolor o alegría y que disuelve en un líquido su voz, otra vez llanto. Está la voz del que nadie escucha, atrapada en un aplauso perdido en las manos del silencio.
La voz se incuba en la memoria. Canta el recuerdo. Gana resonancia y gravedad a medida que se deteriora el rostro. Es un oleaje. Un fuego. Demuestra que es cierto que llevamos dentro del pecho un corazón y que es la boca el hocico de un dragonzuelo. Es la voz un hilo de lengua que nos une al collar milenario de la estirpe. Aliento de serenata y luna, herencia de un pasado en cuatro patas, aullido y buen olfato.
La voz es, en últimas, la misión de cada uno: Parir un discurso apto para la música. Canciones culpables. Mareas inconclusas. Y para mí, que paso canturreando más de la mitad de mi día despierto, mi voz es el resultado de mascar la baba de aquello que me place o tortura. Mi fraseo al andar por ahí silbando burbujas y arias que nombren al que soy yo mismo.
Durante el tiempo.
Mientras me pudro.
Salvedad: Hace un año y dieciocho meses decidí no ver más televisión. Para enterarme del mundo tengo internet. Así que no soy de los que ven La Voz; pero sí de los que les gusta escuchar la voz de quienes le rodean. Y por estos días, sobre todo, dedico largas jornadas a escuchar la voz que hablo cuando pienso. La mental. Esa que con tantas distracciones atendemos tan poco.
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