miércoles, 3 de octubre de 2012

Desde el malecón

Una cita

Por

Ignacio Verbel Vergara

Las tres de la tarde es una hora incómoda para ir a una cita médica en  la Costa Caribe colombiana, por diversas razones, pero mucho más si los días son de intenso calor y se suda hasta el alma y la camisa se pega al cuerpo como lapa. 

      Las instituciones prestadoras del servicio de salud son una rueda suelta dentro del gobierno, desde que el presidente de la ultraderecha, (disfrazado de doberman de la seguridad para los potentados), antes de ser tal presentara e hiciera aprobar un proyecto de ley que facilitara el que los ricos se enriquecieran más con empresas prestadoras de una falsa asistencia pública de la salud. Los propietarios de las EPS e IPS hacen lo que quieren, desde pagar insulsos salarios a los médicos (quienes si no fuera por el juramento hipocrático, se negarían a atender a sus pacientes por una paga irrisoria que a duras penas les asegura un duro pan y pocas comodidades) y a las enfermeras y demás personal auxiliar. 

      Sin embargo, en los últimos días me ha acosado la taquicardia y por eso dije a Nina ayer por la mañana: “Sácame una cita para que el médico me explique qué joda del corazón es esta que ahora se le ha dado por acelerarse y ponerme en jaque.” Me gusta que sea Nina quien se encargue de apartarme los turnos para ir al médico; ella sabe muy bien parlamentar con las secretarias que atienden los teléfonos para las citas que, la mayor parte de las veces son muchachas o viejas amargadas, rasposas, que lo que menos les interesa es provocar satisfacción a los pacientes, parece que se complacieran en ponerles todo difícil y en tratarlos a las patadas. Pero Nina sabe cómo ponerlas en su sitio y cómo hacer que le asignen las citas de acuerdo con lo que solicita; mas, en esta oportunidad aunque Nina pidió mi cita para por la mañana, se la dieron (y eso con patanería) para las horas de la tarde. “De vaina te la concedieron para por la tarde y si no había que esperar quince días”, me dijo Nina.

      Llego al consultorio, me reporto ante la enfermera de turno en la antesala, quien me dice. “Pase a la sala de vacunación infantil”. “No vine a vacunarme ni soy niño”, le digo. “No importa- repone- En esa sala están los de vacunación, los de dolencias como la suya y  los que se van a chequear con la nutricionista”. “Ah.”, digo y paso a la pequeña sala que atiborran más de veinte personas, casi todas sudorosas, pues apenas hay un pequeño abanico eléctrico pegado a una pared que más que aire fresco arroja sobre los rostros vaharadas de sol. Me siento en una silla plástica que encuentro disponible, aunque me sorprende que frente a ella esté un caminador-bastón  de adultos. Llevo un ejemplar de un libro de cuentos de Faulkner y me aplico a leer. No he pasado de la primera página cuando veo que de un baño adyacente sale un anciano derrengado, cojeando, con todo el cuerpo posesionado por el vitíligo. Una señora septuagenaria de las que están sentadas bajo el abanico, corre a ayudarlo y le ofrece su puesto. Caigo en cuenta de que el sitio que ocupo era el del viejo que estaba en el baño y me apresuro a decir: “No, señora: quédese tranquila; que se siente acá”. Le cedo mi asiento al vetusto personaje y como no hay otros disponibles, me salgo a un patio de dos por dos metros que está en la parte posterior de la sala. El resplandor del sol llega ahí con intensidad y el calor se hace insoportable. En el patiecito  hay una mata de orégano sobre la que se destacan algodones sucios de sangre, vendas, papel higiénico usado y varias paletas de madera de las que usan los médicos para bajar la lengua de los pacientes y observar mejor las cuerdas vocales y la tráquea durante la auscultación. Intento de nuevo aplicarme a los cuentos de Faulkner, pero llegan dos enfermeras con cajas llenas de desechos y prácticamente los tiran a mis pies mientras chismosean sobre los últimos acontecimientos de una telenovelucha de moda. Miro de nuevo la mata de orégano y veo que debajo de ella miles de hormigas se pelean lo que parece ser un trozo de piel humana. 

      La situación es atosigante, casi insoportable. Llego a pensar en irme y dejar tirada la cita, pero de pronto la nutricionista llama a la paciente María Alzate que estaba en la sala de de espera y María Alzate deja un cupo libre que me apresuro a llenar. Desde mi nueva posición, veo a mis circunstantes: la pareja de ancianos, un tipo de mostachos a lo mejicano que a cada rato dice: “¡Nojoda! , y… ¿ cuándo será mi turno?”; unas seis mujeres jóvenes cada una con un niño en brazos; un joven practicante del ciclismo que ha llegado con su uniforme  y aperos de práctica, una vieja gorda y morena que se mueve incómoda en su puesto y que cada dos o tres minutos expresa sin dirigirse a nadie en particular: “¡Qué calor!¡Qué maldito calor!”

      Vuelvo a Faulkner y a una escena en que una retrasada mental juega con la baba que le corre por la comisura de los labios: la espera en la punta de los dedos y luego asperja con ella las flores artificiales que están sobre una mesa de comedor mientras afuera llueve y dos gatos de ojos luciferinos la miran con desidia. La retrasada también los mira y los convierte en objetivo de sus babas. Uno de los gatos se encrespa y va a atacarla cuando un paciente que ha sido atendido pregunta: “¿Quién es Ladislao Copete?”.El viejo del vitíligo se levanta y dice sonriente y con aire de victoria.”Soy yo”. “Que siga”. La septuagenaria corre a apoyarlo. Se van y cuando intento seguir con Faulkner aparece una enfermera tetona de ojos batracios, pregunta por mí y al reportarme, manifiesta: “Lo siento, señor, el cardiólogo no puede atenderlo hoy.  Tiene que ir a realizar un cateterismo urgente.  Su cita queda para la próxima semana. Pase por coordinación y ahí le darán la nueva orden”.

1 comentario:

  1. Definitivamente, Ignacio, no se puede creer que las EPS realmente obran según las buenas intenciones que pregonan en la televisión y la radio.

    Espero que te mejores.

    Un abrazo,
    Nadim Marmolejo Sevilla.

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