Un trago de whisky o la banda está borracha
Por Pedro Conrado Cúdriz
Los recuerdos no son brumosos, son, cómo decirlo, olorosos, sabrosos, con coco, con hielo y soda, o secos. Comencé a embriagarme primero con Ron Blanco, que combinábamos con Castalia y agua de coco para convertirlo en trago natural y por supuesto, bendecido por el líquido de la planta cocotera. Era, sigue siendo, un trago inmortal. Tendría algunos veintitrés años, o tal vez un poquito más, y el mundo me parecía no una mierda como hoy, sino una bacanería, un regalo en vida de algún dios dionisiaco que nos quería ver felices con un trago de aguardiente o ron.
En aquel tiempo consumía alcohol de viernes a domingo, la mayoría de las veces en la cantina de “Guillo”. Ahí aprendí a bailar la salsa dura de Ricardo Ray, Eddy Palmieri y La Fania All Star. Bailábamos sin pareja, solos, y en un ritual solitario de fiesta loca que duró años. Viernes, sábado y domingo. Bailar solo es un reto parecido al hombre que se enfrenta en solitario y en corraleja, contra un toro salvaje que no tiene madre.
Bueno, éramos machos y bailar solo no era mal visto, todo lo contrario, porque incluso en los matrimonios se abrían rondas para los solitarios, los salseros…
Santo Tomás, donde nací involuntariamente como todo el mundo que nace en Barranquilla, era una aldea perdida en la conciencia de la nación, tan tranquila que aburría, y la fiesta era la que la sacaba de la somnolencia del aburrimiento, y la cantina era una fiesta larga los fines de semana: picó, cigarros, alcohol, cervezas y piernas y zapatos y baile. Sin putas, como toda cantina de pueblo.
“Ese viaje era la putería,” me dice hoy un viejo amigo cómplice de esas parrandas alcohólicas, excusables solo por la salsa.
Ahora sé que a pesar del consumo de tiempo que implicaba la parranda, fue necesaria para volvernos hombres, en el sentido del reloj, pero también en el sentido de la madurez mental. ¡Qué tiempos aquellos!, me dice el “Pipo” Truyol cada vez que se acuerda que el desempleo y la falta de dinero no amainaban nuestros deseos de diversión salsera. Claro, éramos unos pelaos hambrientos de vida.
Y comparo, me comparo con el hombre de aquel tiempo y pienso que nada fue en balde. Todo entra en los cálculos del vivir, para bien o para mal, en los límites y la conciencia de las fronteras, en las rupturas, en las subversiones, en los escapes, en la lucha de no vivir siempre en el mismo tiempo del reloj de la historia personal de uno y de los otros.
Era mi madre, Manuela Encarnación Cúdriz, la que me obligaba a cuidar a Lasky, mi hermano menor, y fue esa celaduría y espionaje semanal implacable la que me llevó por largo rato al consumo del trago de aguardiente. Fue un aprendizaje mayor porque ya había obtenido la cedula de ciudadanía, una tarjeta que me abría las puertas de la libertad, después de vivir “prisionero del miedo adulto” por largos años en la casa de los viejos. Pero esa libertad era una ilusión, un pedazo de cielo quebradizo desparramado en unos ojos de ciego herido.
Confieso que mi padre, el Chino Conrado, se bebió por todos nosotros los tragos que teníamos que ingerir en la vida. Consciente de tamaña locura un día decidí no beber más, claro que avalado por un psiquiatra cubano que tuvo el tino de salvarme la vida. “No puede beber más me dijo, porque el alcohol es un depresor que puede achacarle su poquita salud mental.” Y lo abandoné por más de una década después de amarlo tanto.
(¿Y por qué poquita?, le pregunté al psiquiatra, y él como lo más natural del mundo, me dijo: “Porque en medio de tanto drama y dolor, consumir alcohol, como quien se bebe el mar todos los días, es una locura; estamos mal, muy mal”. Y me fui de su consultorio tranquilo, pensando que todos estábamos locos).
Por esta época histórica de mi vida, alguien se atrevió a gritarme, en medio de la gente y la calle: “Oye peco, mama ron, que la vida es una sola.” Y entonces pensé en todos los borrachos del mundo, pero también en todos los abstemios, en todos los que van a la iglesia, en todos los que asisten a las reuniones de Alcohólicos anónimos; en fin, en todos los hombres y mujeres que se han atrevido al parricidio y a resolver su vida según su propia visión de la tierra, del mundo y del hombre.
Siguiendo con mi confesión, les digo que las parrandas eran eternas, porque los domingos vagábamos por el pueblo como zombis con los ojos achicharrados por el insomnio, torpe, tercamente agarrados al pescuezo de una botella de aguardiente o de Ron blanco. Borrachos y como payasos de un circo pobre. Nunca he podido comprender tamaña estupidez, entender por qué no nos conformábamos con tres o cuatro horas de parranda santa.
Hasta que se impuso el whisky después de verlo volar de mano en mano y de boca en boca en las parrandas fotográficas de los narcotraficantes de la marihuana en Barranquilla, en aquellos apellidos blancos, pero ennegrecidos por el poder del dinero, las armas y todo lo que se podía hacer con el dinero y las armas.
No recuerdo cuando fue mi primer trago de whisky, lo que sí recuerdo fue todo el escándalo que se armó en el gobierno de Alfonso López Michelsen con la construcción de una vía cerca, muy cerca de una de sus fincas en el fondo del mapa de Colombia. En ese tiempo el olor de la marihuana contaminaba la nación y comenzaba, como un virus indetectable, a infectar el Estado.
Supongo que el sabor de mi primer trago de whisky es el mismo de hoy, con soda y hielo, o seco. No sé, pero el Buchanan´s estampillado y con soda, no te quema las entrañas, es un sabor tan delicioso que puede repetirse sin moderación. Aclaro: no soy un bebedor domesticado por la adicción, lo consumo ocasionalmente y con la connotación del “trago sociológico”; es decir, cada media hora o más de este tiempo lo consumo, con el único fin de aprovechar el encuentro, la conversación, porque las conversaciones alcoholizadas se parecen más al ruido de un picó sin control, como el que prende un vecino cada vez que no sabe qué hacer con el tiempo de su vida.
El “trago sociológico” era, es, mi racionalidad contra la irracionalidad de la cultura alcohólica nuestra, contra la desmesura de celebrar todo, desde el nacimiento de un chaval hasta la misma muerte. Como decía el poeta Charles Bokowski: “Ese es el problema con la bebida... Si ocurre algo malo, bebes para olvidarlo; si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo; y si no pasa nada, bebes para que pase algo.” El alcohol funcionaba y sigue funcionando como un somnífero para andar prendidos de la fiesta, obsesivos compulsivos para olvidar cómo somos y quiénes somos y también para olvidar que no tenemos las migajas de la codiciada esperanza.
“No hay una vaina más horrenda que un hombre borracho, despeinado, descamisado y con los ojos caídos como sapo de feria.” Esta es la voz de Albita, una compañera de labores. “Los odio,” me confiesa en susurros. Y la veo, todavía le veo la descompostura de su rostro de reina.
Ahora mismo estoy recordando una parranda terrible, de esas que alcanzan la luz del sol, y donde no hay nadie cuerdo, donde la vida es un trago de aguardiente; estábamos sentados en el bordillo de un sardinel y Jaime, el esposo de una vecina, nos dice a todos, pero sin mirar el rostro de su mujer, que él es una pecuaca. “Yo soy una pecueca, dice, porque me gusta estar borracho, verdad mija.” Y es entonces cuando su mujer se levanta de un salto, apenada como un perro apaleado, y se va de la fiesta del sardinel de borrachos. Yo entonces, la sigo avergonzado con mis ojos de amanecido sediento de sueño eterno. Y me acordé de la melodía "la banda está borracha, está borracha”.
A estas alturas de mi vida logro comprender que un borracho es otro adicto más de la mancha oscura del vicio del mundo, un ser sin la voluntad de hierro de los grandes hombres. Una pecueca.
Confieso, es otra confesión racional, que el whisky me fascina, su olor y su sabor alcanforado con soda me mata. El otro día llegué a un lugar donde hacen fiestas y le pedí a una mestiza que tiraba a mestiza un trago de whisky. “Ay, señor, me contestó, qué pena, le vendemos la botella.” Esta petición ya la había hecho en otros lugares y recibí la misma respuesta. No hay en Barranquilla ni en sus alrededores quien venda un puto trago de whisky, ¿de dónde carajo son estos dependientes? ¿No ven televisión? ¿No han salido nunca de Barranquilla? ¡Véndame, por favor, un trago de whisky!
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