miércoles, 3 de febrero de 2016

Bitácora

Escuchar

 Por Pedro Conrado Cúdriz

                                                    “No recuerdo si fue Cioran el que aplicó hace tiempo ejercicios de silencios eternos y se convirtió en una piedra que asustó el barrio”

El que escucha es como un apóstol sufrido, o si se quiere, un cronista de viaje, porque su especialidad, la de ser cronista, es mirar, observar el mundo que camina. El que escucha ama el silencio, ama el paisaje, pero también ama al otro, porque sin él no sería quien es y le sería imposible la compañía; por eso afina el oído, por eso las palabras del otro son sagradas, y las respeta. 

Escuchar es una disciplina estoica en medio de tanto ruido de voces que luchan por salir a flote, por gritar al oído: “Hey, estoy aquí, yo existo.” El que escucha es un sabio, alguien que le ha torcido el pescuezo al ego; él se despoja de la prepotencia y de los falsos saberes, se queda quieto, se niega, se queda vacío para llenarse del ser y de las esencias del otro, no es un despojo, bueno sí, es un despojo de la podrida egolatría humana, de esa que induce a creernos superiores a los demás, o más sabio que los demás, a creernos el centro del mundo, aunque uno no sea parte de ningún centro, y esto es lo que nos llama poderosamente la atención de los habladores, del susto que sienten de estar solos, su incontinencia verbal (no quiero escribir verborrea o logorrea) es un grito vagabundo. 

No recuerdo si fue Cioran el que aplicó hace tiempo ejercicios de silencios eternos y se convirtió en una piedra que asustó el barrio; lo tildaron de loco, de sujeto absurdo, estrambótico, que es como si uno pensara en veneno, suicidio, pero logró que los otros escucharan el silencio, que lo sintieran así como uno siente el miedo, o los gritos de los cuchillos, o el terror de esquina. Estaba muy niño (pero lo recuerdo como uno recuerda imágenes de películas inolvidables) cuando observaba al abuelo Nolasco en el campo (nosotros lo llamábamos monte) sembrando las semillas que luego se convertirían en el pan de la casa, inclinado por largo rato al pie de la tierra y en el silencio más escabroso del mundo, tanto que era posible escuchar toda la poesía del lugar: la hoja movida por un lobito, el trinar de algún pájaro, la respiración del abuelo, o la respiración del mismo silencio. Todo en ese lugar era sagrado, incluso el hombre. En algún lugar de su universo periodístico, Leila Guerriero, escribió: “El oficio que práctico me enseñó a escuchar mucho y hablar poco, a olvidarme de mí y a entender que todas las personas son su propio tema favorito.” Otro ejemplo.  

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