domingo, 12 de enero de 2014

Bitácora

El rebusque

Por Pedro Conrado Cúdriz

Usted los encuentra en cualquier bus de la ciudad, vendiendo dulces, o melodías de todo tipo con la voz del alma. Son hombres y mujeres de los estratos populares, alguno que otro argentino, venido de tan lejos, pero de paso en la ciudad, intentando convencernos que su afán es contar historias.

Pueden ser molestos, si, lo que usted quiera, pero estos individuos no se dejan morir por la incuria y la incapacidad del Estado por generar la cantidad de empleo suficiente que justifique la dignidad de los ciudadanos.

Se montan en la máquina de hierro y le piden permiso al conductor para enseguida volarse el torniquete, que cuenta el número de pasajeros que ingresan al autobús diariamente. El otro día fue una mujer, en la calle treinta, en un intermunicipal, la que nos descrestó con su voz, el acordeón y el vallenato. Increíblemente reía mientras interpretaba la melodía y nos picaba el ojo, creo que el ojo derecho. No dijo nada, solo su canto, y acto seguido los pasajeros, convencidos de su arte, aflojaron sus bolsillos para donarle unas monedas de valor. No la he visto más, igual he dejado de ver un joven de guitarra, que canta como los artistas famosos.

En el bus uno observa a estos conciudadanos, que echan mano  de sus talentos para sobrevivir en medio de una economía neoliberal, que solo beneficia al reconocido capital financiero. No olvido al que con guitarra en mano, compartió su música religiosa con los pasajeros del autobús en el que viajábamos, les vendió su Cd y pidió aplausos para papá Dios. El aplauso colectivo, no sé si apasionado o mecánico, me sorprendió en medio de mi escepticismo peripatético. No me atreví a mirarle el rostro a las gentes, solo escuchar la salva de aplausos de los pasajeros, mientras el conductor detenía la máquina de hierro y le permitía a un pasajero desmontarse en la vía.

Los medios hablan de la gran crisis religiosa del mundo, pero las gentes siguen pegadas a su Dios de toda la vida, de tal manera que a los pasajeros que aplaudieron a papá Dios, no les interesó si el tipo era un farsante o era realmente un ángel de carne y huesos, solo que les inspiraba el misterio del gozo religioso.

De vez en cuando, encuentro a un discapacitado, que se arrastra, o repta, en la vía interna del autobús, le llama la atención a los pasajeros y recurre al sentimiento religioso de los mismo para ganar el pan diario; lo observo para intentar encontrar en su rostro, rastros de alcoholismo, pero dejo de pensar en el vicio del hombre y me dedico a observar su audiencia cautiva en una máquina de hierro de cuatro llantas, que vista con ojos de niño recién nacido, parecería un monstruo viviente de la ciudad.

En Barranquilla, mal contados, hay aproximadamente 5 mil conciudadanos que se rebuscan la vida en los buses de línea de la ciudad, individuos que pueden fácilmente ganarse más de 10. 000 mil pesos diarios, algo más de 300 mil pesos al mes, más de 3 millones al año, una suma minúscula, irrisoria, que no alcanza para la supervivencia de dos personas. Pero ellos son el sostén de más de tres personas, lo que implica el sufrimiento de salir todos los días a ver caer la piedra gigante de Sísifo  para montarla al día siguiente.

Estoy convencido de que estos sobrevivientes sienten el desprecio del poder del establecimiento a pesar del talento, la voluntad de trabajar y la juventud  de la mayoría. Con razón estamos como estamos, porque este lujo de la desocupación  es una maldición para la nación; la tristeza, el escepticismo, la delincuencia, el alcoholismo, la religión, los embarazos adolescentes, terminan siendo el sustrato oscuro de un mundo que no le funciona muy bien a todos.

Y mientras tanto estos hombres y mujeres vivirán del rebusque aunque nos molesten unos minutos en la silla cómoda de la máquina de hierro que nos lleva a casa.

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