domingo, 4 de agosto de 2013

El ojo de la cerradura

En la vasta ausencia del abuelo

Por Tito Mejía Sarmiento

Toda la sabiduría y tolerancia del mundo le pertenecían sin lugar a dudas al abuelo Tomás Segundo Sarmiento. Lo supe desde el mismo momento cuando yo tenía escasos cuatro años, en aquellas frescas mañanas de mi pueblo natal Santo Tomás (Atlántico), y con el sueño aún instalado en mi rostro, lo vigilaba detrás del bruñido tamarindo, hablándose para sus adentros, y paseándose por el extenso patio de la casa paterna,  que un día me vio jugar. 

      Mi abuelo conversaba con las plantas que crecían al poco tiempo a su antojo, al instante de regarlas manguera en mano (mano callosa, hacedora de frutos…) en medio de un carnaval de mariposas y del afinado trinar de ruiseñores. 

      A su plateado burro Renato, lograba imponerle el paso cuando venía de la finca la Juntera, donde laboraba, sin el sonsonete devastador de otros abuelos, y sin necesidad del implacable zurriago, tan común en esa época, en los ajetreos del campo por la pesada carga encima que transportaban los asnos.

     Mi abuelo Tomás nos cogía a  todos(as) sus nietos,  al ritmo de un cendal de tácticas preguntas sobre la vida nacional y otros aconteceres para luego,  con una voz barítona, que a decir verdad, crecía temblando lo callado, nos extraía las respuestas precisas y sin exagerar, estimados lectores, hasta los más atroces pecados del alma… Es decir, con mi abuelo Tomás Segundo, la cuestión era tan seria que el propio gallo chino que tenía mi hermano Nelson,  no parecía cantar tres veces, sino siete, ni los locos se inclinaban ante la luna llena  que nos habitaba en cada diciembre.

     Mi abuelo nos curaba cuando estábamos indispuestos con su inmensa ternura ante el asombro de toda la familia y de particulares.

     Me parece verlo en las tardes de septiembre, sentado en un viejo taburete en las afuera de la finca, escopeta en manos, espantando con varios tiros al aire  a una bandada de cotorras que pretendían devorar en un santiamén su cosecha de maíz.

    A mi abuelo, el del andar suave, humilde y juguetón, salí a buscarlo hoy otra vez en el patio, tratando de hurgar todavía en  medio de un silencio tangible, la memoria que se afila todos los días por debajo de la propia vida y, me topé de narices con su ausencia, con su ausencia mayúscula,  pero me queda la eterna sensación de haberlo disfrutado a plenitud con toda su sabiduría, respeto y tolerancia del mundo, mientras bebo en la totuma que me regaló, un café tinto que sabiamente endulzaba con panela.   

2 comentarios:

  1. BENDITOS SEAN LOS ABUELOS. DESDE LA INMENSIDAD SIEMPRE VIVIRÁN!

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  2. Benditos sean siempre los abuelos. Desde la inmensidad viven!!

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