Chambacú 2013
Por Edgardo Orozco Pájaro
Un niño de siete años rueda con destreza una silla plástica como si se tratara de una carretilla. La aparca en el frente de aquella maquina
imponente, y se trepa con soltura para luego permanecer erguido y con la mirada frontal hacia la pantalla. Observa
fijamente la ranura que aflora en el borde superior derecho de la computadora e
introduce la moneda. Espera y se mantiene expectante ante el resultado, pero al
final no encuentra otra cosa distinta que la música de ensueño y un centelleo de luces multicolores que lo invitan sutilmente a reiniciar la
apuesta.
Parece un jugador experto porque comprende
el sentido de su derrota y que su vida como tahúr está condicionada por el dinero. Ahora da un salto corto para caer en el piso, busca en carrera la salida hasta que desaparece
entre los compradores.
Elijo mi pedido de manera rápida
a sabiendas que el menú solicitado no ayuda mucho en el control del sobrepeso y mucho menos de
la obesidad. Pero estos almuerzos informales se constituyen en una ayuda
fundamental para el médico que trabaja
ocho horas al día y que necesita sacarle
tiempo al breve espacio del intermedio para acortar al máximo su jornada
laboral. Este pequeño recorte posibilita
otra jornada de al menos cuatro horas. Todo,
con el afán de mejorar los ingresos y poder tener una vida digna, así como lo
exige la sociedad.
Aquí todo es diferente e incluso
el tiempo corre mucho más rápido que en Cartagena “La Fantástica”, la del Corralito
de Piedra, la de Manga, Bocagrande, Marbella y Cielo Mar. Recordé que las ocho horas de trabajo, aparecieron de manera fortuita, no
tanto por las condiciones de miseria del sector
como por la violencia, factor que
fue determinante en la génesis de esta comunidad. Nadie puede olvidar la
historia de Cartagena, y la historia de Cartagena se encuentra atada de manera
inexorable a los negros esclavos, con
el cimarrón que se liberó para formar
los palenques y que Chambacú hizo de aquella leyenda.
Pero una figura infantil, la más
diminuta de todas, destrozó la armonía de mi pensamiento. Aquel tahúr pequeñito y sutil, había regresado
acompañado con sus ínfulas de victoria. El niño fracasa nuevamente, no obstante, esta
nueva derrota es diferente a la anterior. Ahora se muestra tenso y desesperado, repite su descenso de manera mecánica, cayendo al suelo con firmeza, pero se queda estático,
buscando entre los compradores desprevenidos la solución a su problema. Abro mi cartera para pagar el almuerzo de tienda acostumbrado, y es aquí, es
este el momento, en que el brillo intenso
de sus ojos me captura. Se me acerca con
la intención prefabricada, pero se
estrella con la voz de una niña que a
mis espaldas me previene advirtiéndome
en voz alta: “no le de plata a ese niño porque lo único que hace es jugar todo
el día”. Otros niños mayores también están muy cerca de mí, tienen uniforme de
escuela y ante los ojos de todos, insisten en ganarle a la computadora.
Salgo de la tienda del cachaco y me
encuentro con dos
adolescentes que caminan por el centro de aquella carretera solitaria. El calor
intenso y el sol canicular del mediodía convertían el asfalto en un material
oleoso y maleable, tanto, que las
llantas de los carros dibujaban surcos profundos e irregulares que solían desaparecer con el fresco vespertino. Los jóvenes estaban tranquilos y desprevenidos hasta que una moto
rugiendo como león enfurecido rompe el silencio del mediodía en mil pedazos. Dos policías se atraviesan en medio
de la calle por delante del dúo caminante cerrándoles el paso con el grito
“deténganse”. El contraste es total,
pues el más alto queda atónito, sembrado en el asfalto, mientras que su compañero sale en carrera por el callejón
que tiene en frente. Dos disparos
retumban con magnitud colosal al estar amplificados por las paredes contiguas, sin
embargo, el muchacho sigue en su carrera desesperada y logra perderse entre las casas de zinc y de cartón. El otro adolescente se había quedado estático
en todo el centro de la carretera aceptando sin controversia la requisa
policial. Uno de los agentes lo sujeta fuertemente por la pretina del pantalón
mientras recorre el cinto con su mano derecha y sin demora encuentra un revolver calibre 38.
El espacio se congestiona por la
presencia de agentes motorizados que aparecen de la nada para diseminarse por todo
lo ancho de la calle, la búsqueda es
implacable y la ocasión es propicia para terminar con el capítulo del
“Maluquito”, uno de los delincuentes más peligrosos de la ciudad, con
diferentes capturas en su haber y con una capacidad impresionante para matar. Para la justicia en estos momentos, el “Maluquito” era un prófugo
más. La angustia de la comunidad cartagenera era evidente, ningún centro
de rehabilitación para niños podía
servir de albergue a este adolescente descarriado. ¡La cárcel era la única
solución!
Al final de la calle, mucho más
abajo, veo a un grupo de agentes motorizados que le dan con el casco en la
cabeza, otros se acercan y hacen lo mismo en clara señal de castigo por el
irrespeto. No obstante, la policía actúa
con prontitud y recelo. Ellos saben que están pisando territorio
vedado y que la reacción ya venía en camino. Una moto incinerada, los gritos de aquel adolescente prófugo torturado, el aullido de las sirenas y el
detonar inconfundible de aquellos disparos al aire para amedrentar a la turba,
me señalan el momento justo de mi
retiro. La gente que se encuentra cerca
me recomienda que me recoja: “olívese, doctor”.
En efecto, acato los consejos
aunque los interpreto como si fuera un grito de guerra. “Mis colegas también me
aconsejaron”, pensé de inmediato. “Ellos
también me advirtieron el peligro y
los riegos que correría”. Llegué por fin al puesto de salud, pero mientras
reinicio la consulta, el temor y el miedo vuelven a aparecer. Era un temor quedo, silente, pasivo… pero que
seguía vivo, ahí presente. Es cuando descubro que para la violencia no existe
lugar prohibido y mucho menos seguro, y que yo también me encontraba nadando entre sus aguas tormentosas.
Miro mi bata blanca, “está contaminada”, me dije, porque esos niños, los adolescentes, adultos y ancianos que allí llegan,
todos tienen el mismo signo, una marca hecha con tinta
indeleble; la marca de los recuerdos vivos, la marca de todos esos recuerdos ya eternizados
por la violencia.
Ahora me llegan imágenes por
montones, como la de aquel paciente que me mostraba su pómulo derecho
completamente achatado por un disparo a quemarropa, pero antes que la
deformación física y de ese estrés postraumático perenne, quedé perplejo y estupefacto al descubrir que el victimario era
su mejor amigo y que el afectado aún seguía
sin comprender la causa de semejante tragedia, una tragedia en donde lo único
que cabía era el absurdo.
También llegan los enfermos por
farmacodependencia, son adictos a las drogas que viven en constante lucha con
el pasado, ese pasado que los persigue por todas partes, que los atormenta en
el día a día sin fin. Llegan madres que
muchas veces lloran y abrazando a sus
hijos claman a Dios por ayuda.
También llegan las madres que aún
son niñas. Pero recuerdo en especial a
esta, diminuta y muy delgada. Su cuerpo
había soportado un embarazo que no pudo llevar hasta el final porque su
adolescencia terminó por oponerse. Era
frágil y menuda con una desnutrición rebelde que la amenazaba cada segundo con quitarle la vida.
Algunos fueron paramilitares y lo confesaban con orgullo. Recuerdo aquel que me llegó frustrado por la
muerte de Arnulfo Briceño; locuaz y con
una verborrea impresionante, me aseguró
que lo había perseguido sin piedad porque quería matarlo, la obsesión había
llegado hasta el punto de que dio por terminada su participación en el conflicto
armado apenas supo la muerte del guerrillero.
De los adultos me acuerdo poco, pero de aquel señor solitario lo recuerdo
todo. Tenía una carpeta verde entre sus
manos y sacaba uno a uno los documentos para demostrarme el tamaño de lo que él
consideraba como injusticia. Mientras
esto sucedía, su hijo de cinco años buscaba el espacio propicio para mantener
su lúdica premeditada. Aquel señor
solitario comprometía en su narrativa a todo el sistema jurídico, insistía en
la confabulación de su esposa con los jueces para desprenderlo de la custodia
de su hijo, el único a quien amaba sin contemplaciones y sin reparo alguno.
El chiquillo reía insistentemente
mientras se acomodaba entre las piernas de su padre. Pero este, aun sentado, se
daba por desentendido e intentaba trivializar la situación. Por eso, me miraba
fijamente mientras continuaba con su diatriba contaminada por el odio e
infestada por el rencor.
Yo también lo observaba con mucha
atención, aunque ahí en un segundo plano, aparecía nuevamente la figura de
aquel pequeño con sus movimientos alternantes de cadera. Lo hacía sonriendo, como queriendo despertar
la gracia acostumbrada de su padre…
¡Quédese quieto, carajo!
El niño se sorprendió al
escuchar el grito desproporcionado de su padre quien le ponía fin a todo aquello que yo observaba por encima
de mis gafas de miope.
Me sentí muy mal y sin saber qué
hacer, preferí guardar silencio y limitar al máximo mi capacidad de sorpresa
cuando me dijo. “Mi esposa me abandono doctor, fueron dos años de cárcel”.
Se levantó de su silla convencido de haber
transgredido la norma de los quince minutos por paciente, se ajustó un poco el
pantalón y acotó sin tapujos: “acabo de
recibir la custodia de mi hijo, ¡esa hija de puta me acuso de abuso sexual!”.
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