sábado, 18 de mayo de 2013

Desde las troneras del San Felipe

¡Tengo miedo!

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

Esta mañana me asomé a la puerta, sin llegar a salir totalmente, mirando a todos lados a ver si veía algo extraño. Después de tantas noticias malas confieso que me da pavor salir. El ruido de cualquier motocicleta me hace temblar como paciente próximo a un examen de próstata. Doña Cleto, siempre fiel a su arte de asesinar el alba con su escoba, me pregunta por qué no salgo. Le respondo que vigilo que no haya peligro a la vista. Ante la presencia de la tal señora y previendo la posibilidad de darle material a su purgante lengua, decido poner un pie afuera, no sin antes echarme tres bendiciones y asegurarme de que el celular no estuviera visible a los ojos de este nuevo cartel que azota a la ciudad, y que parece le quedó grande a la policía. Digo celular, la verdad es que es una antigüedad de esas que no traen cámara, juegos, música y menos internet, pero por ello más peligrosa porque podría enfurecer a los atracadores que verían perdido su tiempo.

      Reconozco, sin sonrojarme, que estuve viendo videos de Bruce Lee, Karate Kid, Chuck Norris, Moreno de Caro, Edgar Perea y algunas sesiones del Congreso para poder sentir que era capaz de enfrentarme a los bandidos que tienen de ruana esta tierra. Me armé con libros de Walter Risso y del ex padre Gallo para utilizarlos de proyectiles, o en el peor de los eventos, amenazaría a quien se ponga en mi camino con un día de radio con el guache del señor Pinzón (la «Nena» Jiménez le haría los mandados), el número uno, según la fuente confiable de él mismo. 

       Iba  envalentonado así por la calle cuando de pronto sentí un grito espeluznante, era como si el diablo me hubiese espantado, y eché a correr con libros y todo. Me puse a salvo detrás de un árbol y miré con cautela lo que pasaba, era un niño al que se le había caído su lonchera. Menos mal que nadie me vio sino mis enemigos tendrían suficiente expediente para joderme toda la vida (a propósito, no pierdan el tiempo amenazando ni insultando por mi correo). Caminé como si nada, disimuladamente me acerque al crío y sin que su madre lo notara le di un pellizco para que no fuera alevoso.

      Después me senté en un parque a tomar aliento y puse los libros a mi lado sin preocuparme por ellos (¿quién iba a tener el mal gusto de robármelos?) y me puse a pensar cómo había cambiado Cartagena. Cómo se había llenado de malhechores, de invasores, de sicarios, de empresas sin sentido social, de gacetilleros para después vender un libro, de idolatras, de oportunistas, de políticos de otros lares (vayan a ver sus pueblos saqueados); y los raizales cada día somos más tontos, más extranjeros, más cobardes… Sí, tengo miedo de esta ciudad que ya no es mía, de enfermarme y caer en las manos del sistema de salud, de las empresas de servicios que ya no son públicos, del abrazo efusivo de algún político que no me reconocerá más, de algún sicario que me matará sin yo saber porqué… En esas estaba cuando vi a Epona de manos con Ubaldo que se dirigían a un recital del poeta Mario Alviz (la revelación de los artesanos) y para anestesiarme un poco de tanto miedo,  me fui con ellos… ¿Los libros? Allá los dejé en el parque para que se instruyan los gamines.   

sábado, 4 de mayo de 2013

Bitácora

Yo también soy pobre

Por Pedro Conrado Cúdriz

El gobierno sale todos los años a informar a la ciudadanía sobre la caída de la pobreza en Colombia. "Hay menos pobres que el año pasado", dice. Este año, la pobreza cayó, en apariencia 1.4%, comparada con las estadísticas del año 11 y 12 con el año en curso.

¿Menos pobres? Vayamos por partes. Se descarta (¿) la población que está por debajo de un dólar ($2000.), que es denominada pobreza extrema. ¿Cómo denominar a los que ganan 4 dólares? ¿Pobres? ¿Y los del salario mínimo? ¿Pobres? ¿Y los que ganan entre un millón quinientos y dos millones? ¿Pobres? ¿Y 6,7, 8 millones? ¿Pobres? No señor, esa gente es de clase media. Bueno, este valor económico es inalcanzable para la mayoría de los colombianos pobres. Desigualdad, denominan los especialistas este fenómeno.

     Veamos el caso de Juan, quien tiene 18 años de estar trabajando con el Estado y en carrera administrativa, con pre-grado y post-grado, escritor de medios de prensa escritos y poeta, autor de varios libros y con un salario por debajo de los dos millones de pesos. ¿Privilegiado? Quizá, pero la cosa no es tan simple si el individuo vive entre los límites que trazan las leyes: ni delincuente ni guerrillero y con una formación ciudadana extraordinaria, pero sobreviviente de una economía pauperizada.

       Su familia es pequeña: dos hijos y una esposa, quien es ama de casa. Sus hijos estudian  en instituciones privadas (Universidad y un Centro Tecnológico). A fuerza de racionalidad y trabajo logró construir un techo modesto. Vive en un municipio cercano  a la ciudad de Barranquilla y en un barrio pobre como la misma ciudad que habita.

     Sus gastos van desde los valores de la comida diaria, pago de matrículas, transportes, meriendas, compra de libros, prensa escrita y revistas, trajes, zapatos, servicios públicos (energía, agua, gas, tv-cable, Internet), etc.

     Como se puede observar, es un salario para economía de guerra, para sobrevivir, no para vivir holgadamente como ciudadanos con la dignidad exaltada y reconocida por el Estado y el gobierno y la sociedad en general.

       Donde vive Juan, hay una sola biblioteca, la municipal, para más de 25 mil habitantes; no hay bibliotecas privadas ni públicas en los barrios, para que presten servicios al público, solo la municipal. No es el peor de los mundos, pero tampoco es el mejor.

      Acoto esto porque los entornos son fundamentales en la vida de los ciudadanos, como bien lo anotó en El Espectador Sergio Aguilar- Gaxiola: Coordinador para América Latina y el Caribe de la encuesta de salud mental de la OSM, en nota de Mariana Suárez Rueda: “Se sabe que factores como la pobreza y las condiciones familiares afectan directamente la salud mental. Por eso es vital el lugar donde habita la persona”. 

      De entornos pobres, salen ciudadanos pobres, limitados, deprimidos social, económica y culturalmente. Sus hábitos no son los mismos hábitos de las gentes que viven en ciudades inteligentes, no sólo por los televisores y enormes aparatos de sonidos, que ocupan la mayor parte del espacio físico donde habitan, sino porque además no hay bibliotecas ni espacios para las recreaciones y los juegos y  sus viviendas están construidas en estructuras que se sostienen milagrosamente en el aire, hechas con desechos de madera y otros materiales desechables.

      En estas condiciones viven un número enorme de colombianos, más del 20%, y los más increíble es que también hay niños y adolescentes. En reuniones con algunos alcaldes de la región, me ha tocado escuchar de su propia voz las mentiras de los funcionarios de la Red Unidos cuando hablan de las cifras de pobreza. Los mandatarios dicen no entender de dónde sacan las estadísticas reductoras de la pobreza y mencionan la informalidad, la desigualdad y la falta de empleo.

      En un país tan desigual como el colombiano los únicos que ganan son los grupos de capital nacional e internacional, al resto de la nación, les va como perros en misa. Alguien acuñó en el siglo pasado esta sentencia: “Al capital le va bien, al país mal”. En esto consiste el capitalismo salvaje nuestro, somos más los pobres que los ricos, pero el sistema funciona para las minorías que han concentrado el poder y gozan de todos los privilegios del régimen. La pobreza es la más visible de las políticas públicas del gobierno nacional, por eso las mentiras de las cifras, el afán por hacerle creer al país que se lucha contra este destino político del estado nacional. La ocultan en los subsidios y en las viviendas de bienestar social, pero la mancha de petróleo es tan dantesca que es imposible ocultarla en el mar. 

viernes, 3 de mayo de 2013

Por el ojo de la cerradura

Sordos(as) en un futuro no muy lejano

Por Tito Mejía Sarmiento

Me subí en la buseta de la línea Sobusa, carrera 54 de Barranquilla a las 3:23 de la tarde el día martes 30 de abril de 2013, frente al paradero que está ubicado a unos 5 metros de la Universidad donde laboro en calidad de catedrático desde hace 4 años. 

De entrada, noté que el volumen del radio de aquel vehículo “que vomitaba reggaetón” (género musical procedente del reggae jamaicano con influencias del hip hop, que se desarrolló por primera vez en Latinoamérica en los años 1970 y mediados de los años 1980, que nace y surge a raíz de la comunidad jamaicana cuyos ancestros llegaron a Panamá, junto a inmigrantes de ascendencia afro-antillana durante el siglo XX), sobrepasaba los límites de decibeles permitidos por la ley. En los buses, por ejemplo, los pasajeros  e incluso el mismo conductor, se exponen   diariamente a ruidos que marcan más de 85 decibeles en el sonómetro en nuestra querida Barranquilla, y estoy absolutamente convencido, en  otras ciudades de Colombia. 

      Me dije para mis adentros “esta vaina se jodió”, mientras la urbe parecía observar con ojos tranquilos aquella situación de incultura. A los 5 minutos, le solicité muy gentilmente al conductor, un joven de aproximadamente 25 años, que portaba en su oreja derecha un arete color rosado, que le bajase el volumen al radio, que eso era dañino para la salud de todos(as). “Si no le gusta puede quedarse acá y yo le devuelvo el pasaje, señor”, fue lo que me respondió tajantemente ante la sorpresa de algunos pasajeros, en su mayoría estudiantes. 

     Pero la invasión sonora no terminaba allí. El conductor de marras, cada vez que había un trancón,
empezaba su concierto de pitos con la corneta de la buseta, entre otras cosas, también exagerado. Alcancé a alguien sentado en la banca de atrás decir: ¿Conductor, a usted el niño Dios no le puso pitos cuando estaba chiquito? ¡Cállate, sapo!, fue la respuesta inmediata, como el traslado que hace una abeja de un panal a otro,  de aquel sujeto  que se sentía el rey de la vía.

      No les miento si les digo que le menté mentalmente la madre en más de 20 ocasiones: ¡pobre de aquella vieja que parió a ese  mentecato! Platicaba para mi interior sucesivamente como buscando el mutis porque sabía que ese irresponsable conductor por vanidad o ignorancia a lo mejor, no le iba a prestar atención a mis parloteos.

      De repente, palpé a mi alrededor y anonadado me quedé cuando vi a muchos pasajeros que, llevaban colocado audífonos de sus celulares activados en los respectivos oídos, parecían androides transferidos a otro planeta. “Esta es la tapa”, atiné a susurrar”.

      Me quedé pensativo por unos minutos e interpreté el vasto silencio de la dama que sentada a mi lado, fluía ajena todas sus rosas, mientras arriba el sol aumentaba las pavesas de mil ojos.

     Cuando me bajé de la buseta, alcancé a leer en su parte trasera: ¿Cómo conduzco?…llamar a los teléfonos…Así lo hice y dichos teléfonos sonaban ocupados, ocupados y, creo que aún es la bendita hora, que siguen  ocupados. 

      Definitivamente, en un futuro no muy lejano, los otorrinolaringólogos serán los grandes millonarios del universo, si las autoridades ambientales no toman  los respectivos correctivos y ponen en cintura a los irresponsables del volante y  porqué no, a muchos adictos en el uso excesivo de celulares, equipos de sonido… que sobrepasan los decibeles de audición.

Edición Nº 9