viernes, 31 de agosto de 2012

El ojo de la cerradura

Un adiós para siempre

Por Tito Mejía Sarmiento

Santiago Morgan se levantó sobresaltado a las 5 y 45 minutos de la mañana, aquel  domingo 2 de octubre. En Toluca, ciudad mexicana donde vivía desde hacía 29 años, caía una ligera llovizna. Tomó un baño lo más rápido posible y salió raudo sin siquiera probar un bocado del desayuno que su esposa Mariana le había preparado y dejado humeante en la mesa del comedor.
Él tenía que despejar lo más rápido posible esa misma mañana en un pueblo cercano llamado Tomito, una duda o caso de infidelidad  que lo venía perturbando desde hacía pocas semanas atrás. 
     En Tomito  residía, Eva Brown, una agraciada y  hermosa mujer que Santiago había conocido en una caseta popular llamada “El Palacio del Campeón” en el septiembre primaveral del  2002, y con quien venía sosteniendo, una relación dentro de la más completa reserva para no trastocar las apariencias ante la sociedad tomista, por la profesión que ambos ejercían en el medio: ella, licenciada en Derecho y él un poeta experimental, además , ambos habían acordado desde un principio amarse de esa manera, es decir, estaban comprometidos consigo mismo y de paso con su propia hija Tania Paola, quien había nacido el 13 de enero del 2003.
     Cada vez que Santiago la poseía, generalmente los martes, jueves y sábados, se deslizaba ardorosamente por toda la geografía de su cuerpo, infringiendo sus límites sexuales hasta la saciedad, y eso a ella al parecer, la hacía supremamente feliz en todo sentido, es decir, la amaba con la mano bien puesta en el corazón. 
      Por varios años Celebraron entusiasmos compartidos. Pero con el correr de los días, Eva quien era una mujer muy sexuada según ella misma lo expresaba y a su edad, 33 años, quería estar a cada instante hirviéndose de amor en la cama con Santiago; acérrimamente, empezó a solicitarle que la acompañase en las noches, que una mujer como ella merecía más noches de pasión y por lo tanto, no podía estar demasiado tiempo  a solas. En el fondo, ella  deseaba que las noches se reflejaran en los espejos de su alcoba con un hombre permanentemente a su lado y ese era según ella aparentemente, Santiago. Pero él no podía complacerla con ese reclamo místico porque entonces, cómo le justificaba a Mariana, sus ausencias en el evento que no pudiera ir a dormir con ella, su esposa, a quien ante el cura Sigilfredo Agudelo Cifuentes, le había jurado amarla hasta la muerte sin traición alguna un 27 de junio de 1977 en la capilla Bolívar de  Toluca.
      Llegó  pasadas las 7 y 30 de la mañana a Tomito y se sorprendió al ver a su hija Tania Paola con la mamá de Eva Brown, tocando el timbre del apartamento 303 por más de 20 minutos. 
      -¿Nena, y tú no dormiste con tu mamá ayer sábado? -fue lo primero que Santiago dijo a su hija Tania Paola.
      -¡No, papi! Mi mamá me dijo que iba para Toluca y que no vendría a dormir! Me llevó donde mi abuela.
      Santiago sentía que su corazón de 58 años de edad iba a explotar y pensó en esos precisos momentos que, poéticamente  cada ser humano tenía su doble y el suyo a lo mejor estaba adentro con su mujer, con su compañera, con Eva Brown, la mujer de sus sueños, “la amante fiel de toda la vida”, revolcándose entre las sábanas de su propia cama con otro hombre.
      Ratos después, Eva abrió la puerta luciendo una bata de dormir que destellaba sus senos bellos y corpulentos. Estaba como era lógico, nerviosa, temblorosa y pálida. Tenía miedo al ser descubierta por su mamá, por su propia hija y  por  Santiago, quien la apartó de su lado empujándola, y dirigiéndose a su cuarto. La cama estaba en desorden y varios trocitos de papel higiénico rodaban en el piso por la presión del abanico encendido, lo que aumentó más las sospechas de Santiago, quien se sentía burlado en su honor de amante perfecto.
      -¿Con quién estabas anoche? -atinó a preguntarle.
      - ¡Respétame, me haces el  favor! ¿Por qué no me haces un examen si quieres? -rspondió Eva con voz entrecortada para persuadirlo.
      Santiago enjugó sus lágrimas y pensó en el cuarto de su hija, el cual estaba cerrado, se dirigió hacia él y lentamente fue acercándose a la verdad que cambiaría su destino para siempre.
      Intentó tumbar la puerta por varios minutos dándole unos puntapiés, pero Eva se lo impidió y abriendo sus brazos en cruz,  le dijo en su propia cara que sí había estado,  no la noche del sábado sino varias con otro hombre, ya que ella lo necesitaba para saciar sus deseos de mujer joven.
      Entonces, sus voces se fusionaron en una descarnada sinceridad de la primera persona del singular por más de 30 minutos  hasta darle riendas sueltas a la segunda y tercera personas del mismo número:
      -¿Dime quién está en el cuarto de la niña, por favor?
      -¡Para qué quieres saber!
      Santiago por unos segundos pensó en armar un escándalo, pegarle si era el caso, denigrarla,  pero se acordó de  su esposa, de  todos sus ocho hijos, de sus hermanos, de su padre recientemente fallecido, de su madre quien padecía mal de Alzheimer,  de sus poemas y, de que… a partir de ese momento, iba a ser el protagonista de UN ADIÓS PARA SIEMPRE.
      Meses después se enteraría que Eva lo engañaba con quien él suponía era uno de sus mejores amigos: Tofi Nojarreto, un italiano, un hombre que había llegado de la capital huyéndole a la justicia distrital porque según fuentes de entero crédito, estaba involucrado en el asesinato de su propio hermano, y a quién él en un acto de amistad sui géneris, como en un poema con prisa, le habría brindado posada por unas pocas semanas, mientras arreglaba su situación de hombre sindicalizado en medio de una expresividad contenida y, que días después se  convertiría en placer con el giro de la historia.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Vamos a andar

Compañía de la muerte

Rodrigo Ramírez Pérez

No hace muchos años, leía en una revista semanaria de Colombia que el más valiente sicario del eje cafetero, era un menor de 16 años, que en una misión por asesinar a un peligroso delincuente que tenía el manejo del negocio de las drogas, -al estilo James Bond o cualquiera de esos actores de las cintas policíacas de Hollywood- con una pistola automática mató a cuatro personas, entre ellas, al objetivo con dos de sus guardaespaldas y una inocente anciana que estaba en la puerta de su casa asoleándose.

      La verdad, esa noticia me persiguió por muchos días, como algo extraordinario por la frialdad como el niño había cometido el múltiple homicidio y pese a su aprehensión, que fue casi que inmediata por la policía, el menor en los interrogatorios que le practicaron las autoridades no dijo ni una palabra que comprometiera a sus jefes (seguramente una peligrosa banda de delincuentes de sicarios y narcotráfico de esta parte del país).

      Ese sigilo permitió que en una operación de asalto, la banda criminal lograra la fuga del menor del centro de rehabilitación donde estaba recluido. Hasta ahí la revista me contó la historia, y la verdad que de este particular caso no tuve más novedades.

      Hoy recuerdo este hecho para remitirme tres situaciones que me obligan a tener más temor a los menores vinculados en la delincuencia que a los adultos delincuentes. El primero: un testimonio de un joven de 20 años que me dijo: “en mi barrio le tememos más a los pelaos de 13 a 17 años, porque no tiene reparo para matar”. Frase lapidaria que me dejó más estupefacto que el primer hecho, arriba narrado.

      El segundo: un video que vi por la televisión nacional, donde los noticieros registraban desde una cámara de seguridad, cómo un niño de unos 15 años, de contextura flaca y bajo de estatura, perseguía a un hombre robusto y alto con una pistola automática a quien mató sin contemplación, propinándole unos 20 disparos. Este hecho sucedió en Barranquilla hace menos de dos años.

      La tercera: sucedió una noche en mi barrio, Escallón Villa -al centro de Cartagena, donde no hay gran incidencia de pandillas-  unos niños que ni siquiera son considerados pandilleros, alteraron el orden en toda la vecindad con su sola presencia, era una bandada de unos 30 menores conformado por niños y niñas entre los 12 y 15 años.

      Según, viven en los sectores vecinos, y se habían citado para enfrentarse a otros menores de mi barrio, la verdad que no hubo trifulca, pero su sola presencia produjo susto en la comunidad, al punto que algunos vecinos llamaron a la Policía. En situaciones más peligrosas que esa, nunca antes había sentido temor como la de esa noche, no sé si psicológicamente, los casos anteriores en mi inconsciente incidieron para que en ese momento optara por temer.

      Junto a todo esto, los registros que diariamente hacen en los medios de información periodística sobre los sicarios, donde cada día, sus actores son menores con el prototipo de niños inofensivos, quienes protagonizan las escenas del crimen selectivo, tanto en Cartagena, como en el Caribe colombiano y el resto del país. Me siento a reflexionar y creo que esta compañía de la muerte en manos de adolescentes tiene una alta dosis de la falta de corresponsabilidad, desde la familia, la sociedad y el Estado.

      El asunto es más allá de las estadísticas, más allá de las campañas mediáticas que protagonizan autoridades y organizaciones civiles en el plano de los desarmes de las pandillas y reinserción social. La corresponsabilidad es de todos.

      De nuestra parte, como medio de información, soy un convencido que el papel a asumir, es quitarle la espectacularidad al registrar esos hechos, porque mientras seamos más sensacionalistas para vender la noticia, más estimulamos a esos adolescentes a ser protagonistas de los hechos de sangre.

      No soy un especialista en temas relacionados con el manejo familiar al interior de los núcleos donde se crían los niños con el perfil para ser sicarios, pero sé que muchos investigadores desde lo social y psicológico podrán encontrar una solución, que sea transversal tanto para la familia, la sociedad y el Estado.

      Estas compañías de la muerte tenemos que frenarla, nosotros desde nuestros espacios periodísticos ya la hemos empezado reduciéndole espectacularidad a esos hechos, cuando los registramos usamos un lenguaje más reflexivo que sensacionalista, estamos convencidos que de esta forma no estimulamos sino que dejamos un análisis sobre el único derecho que no tiene excepción, el respeto a la vida.

Desde el malecón

De la semiología, el paraíso y las inmundicias

Por Ignacio Verbel Vergara

Gran virtud de la semiología ha sido el permitirnos identificar e interpretar con alta fidelidad la riqueza de los signos: tanto de los naturales como de  los producidos por el artificio. Buhler, Greimas, Hjelmslev, Pierce,Umberto Eco y tantos otros grandes semiólogos, nos han facilitado  reconocer los signos como instancias para acceder al saber, a la comprensión del cosmos y de la sociedad. Signos de toda índole, color, tamaño y textura aparecen ante nuestros ojos, pueblan nuestros oídos, invaden nuestro olfato, acosan nuestras papilas gustativas o se explayan al servicio de nuestro tacto. Signos que se contorsionan, que saltan, que en oportunidades atropellan con su grosor o con su olor. Signos de agua y de melcocha, de danza y de caricia. De vida y de muerte. De barbarie y dulzura. De Alfa y Omega. De Yin y Yan. De lo sutil y de lo abrupto. De lo terrible y lo sublime. De la desolación y de la devastación. De la armonía y del sosiego. Signos. Signos. Signos de carne y  de pecado. De fasto y de miseria.
      Signos que nos atrapan en la función cinematográfica del día o que descubrimos en las caderas lujuriosas de la morena que muestra su belleza sin ambages. Signos en el mercado, saltarines entre los pescados recién salados, los bultos de cerdo ahumado y las vísceras de res que cuelgan de ganchos ceremoniales. Signos que recorren los puestos de verdura, que coquetean entre las distintas coloraciones de las frutas y que, avezados, se plantan en el semblante adusto del comerciante que solo desea amasar más y más ganancias.
      Signos que descubrimos envueltos en gasas, o desnudos; unos de fragante donaire; otros de maloliente estopa; que habitan las avenidas y los andurriales; que se convierten en semáforos o en ruidosa flauta con que un mendigo implora la cada vez más exigua caridad; que acechan en la bocacalle siniestra en que el criminal prepara su changón o su puñal para amedrentar o para cobrar botín.
      Signos que nos acompañan a uno de los grandes signos –¡el mar!- y que nos permiten verlos convertirse en reluciente barca que corta las aguas vesperales o en imponente barco de carga en el que marineros de todo pelambre y toda lengua izan grandes contenedores  y los depositan en los sitios para ello destinados. Signos que se muestran como alegres gaviotas que juguetean con la brisa y que se aventuran hasta la cúspide verde y salitrosa de las palmeras o que  se manifiestan como pálidos lirios besados por las olas. Signos convertidos en turgente seno de hermosa bañista o en adiposo abdomen de cincuentona venida a menos. Signos que se trastocan en velamen o en reluciente pez que caracolea entre las ondas. Signos hechos de espuma o de arena, de acantilado o isla; de alga o de plancton. Signos que son horizonte lejano y estrella que empieza a insinuarse tras una cortina vaporosa de otros signos que son nube blanca, nube gris, nube de sangre.
      Signos que se transforman en noche, en cópula ardiente, en espacio escogido por el asesino para truncar una vida. Signo que baila convertido en masa oscura que todo lo tiñe y congestiona, pero en medio de la cual hay otros signos que son amor, goce terreno, estómagos llenos, boquitas pintadas, gestos narcisos, omnipotencia del músculo, ruidaje de fantasmas y  suspiros de arlequines o gemidos de walkirias que sacian sus apetitos con las vestales del miedo y del oprobio.
      Signos que derivan a madrugada, a musgo fresco, a flor lamida por el rocío, a bocas que se entreabren y  encuentran de nuevo la vigilia. Signos que son café caliente, pan recién horneado y sabroso, caldo que revitaliza, canción que nos saca de la modorra; signos que nos conducen a la rutina, al reino de la mismidad o de los retos. Salimos al signo- calle y ahí nos encontramos con los signos –automóviles, con los signos- violencia, con los signos- cotidianidad.
      Y de súbito, más allá, descubrimos signos que son petulancia, o coerción o mal uso del poder: Y pasa  el politiquero  que se cree dueño de la ciudad con el torso alzado y con la pelvis hacia adelante: quiere intimidar y quiere humillar; se siente un nuevo dios con los dineros que le ha hurtado al erario a través de negociados non sanctos,  pero quiere más: pretende que lo festejen y lo adoren.  Y, cerca de él, un estafeta de la burocracia sonríe como idiota, obsequioso y servil para que le dejen lamer las migajas que caen sobre el piso. Y pasa otro, que no mira a nadie: piensa que los demás no merecen un contacto visual suyo, cree que si mira a los menesterosos o a aquellos a quienes les ha hurtado las posibilidades de vivir mejor, con mayor justicia y confort, se contaminará su bilis. Y allá, uno más se encamina al palacio municipal, departamental o nacional: lleva el labio superior levantado para manifestar su desprecio a quienes se cruzan en su camino; ahora se chupa las encías y traga el amargo jugo que de ellas obtiene. 
      Y, en lo más alto, en las oficinas olorosas a esencias exóticas, regodeándose en muebles suaves y suntuosos, fumando finos tabacos y dándose su toquecito de cocaína, los signos máximos de la podredumbre nacional se jactan ante sí mismos de ser signos del progreso, de la democracia y de la construcción de un mundo feliz. Signos de putrefacción. Signos del atraso, de la miseria y la violencia, del despojo y el asesinato feraz. Signos de mierda.
Agonías de Agosto de 2012.

Correo: pezvolador2007@gmail.com 

domingo, 26 de agosto de 2012

Impresiones

Sobre “Los años de Noemí”, novela del escritor sucreño Ignacio Verbel Vergara

Por Nadim Marmolejo Sevilla*

      Acabo de leer  con sumo interés y agrado la novela “Los años de Noemí”, del poeta y escritor sucreño Ignacio Verbel Vergara, nacido en Toluviejo, cuya obra literaria goza de un meritorio reconocimiento en la región Caribe y constituye uno de los referentes obligados de las letras colombianas. Ignacio hace parte de la Unión de Escritores de Sucre, organización que trabaja sin descanso por las letras en estos lares.
      Debo decir con bastante complacencia que se trata de una historia bien escrita, con un ritmo cambiante pero armonioso que se parece al viento del Caribe, y unos saltos en el tiempo que la hacen entretenida y prolífica en expectación. Las voces diversas en las que se apoya el autor para contar los pasajes más importantes de la vida de los personajes principales y secundarios o con las que va descubriendo la personalidad de cada uno de ellos, visten de gala la narración. Y denota un estilo particular de fabulación que encanta.
      Impresiona particularmente el buen uso de las consejas propias de los pueblos pequeños de la Costa para darle a conocer al lector las acciones delictuosas de Cabel y Noemí, los protagonistas de la magistral historia, y sus deslices amorosos, que permiten inferir que para ellos, al igual que para algunos en la vida real, el orden de los principios no altera la moralidad humana cuando se trata de mantener las apariencias públicas. Igualmente queda bien representada la torpeza en la que solemos incurrir los hombres cuando, al igual que estos dos personajes al ver su relación quebrada a causa de los rumores callejeros, asumimos la actitud de pretender tapar el sol con las manos.
      Es impactante la descripción del espectáculo triste de Cabel y Noemí antes de sus respectivas muertes. Y tiene un grande valor literario los diversos ángulos de que dispone para narrar esta novela, ya sea en primera o segunda persona, y detallar el temperamento y la apariencia física los personajes más sobresalientes. Es visible, casi palpable, el esfuerzo por hacer del relato una fiesta de la sencillez y la economía de las palabras, lo cual hace fácil su comprensión y disfrute a cualquier leyente. No cabe duda de que no cayó en la trampa del barroquismo que suele atrapar a muchos escritores en su primera vez.
      También es destacable el hecho de no haber anclado la novela en lo meramente descriptivo sino que la adentra en lo reflexivo. El despojo de que son objeto Cabel y Noemí por parte de sus familiares, tanto de sus propiedades materiales como morales, al que hace referencia al principio y al final de la vida de ellos, refleja a una sociedad cuyas apetencias no superan la animalidad que subsiste en el hombre pese a la Evolución. Prima el orgullo frente a la humildad y la conciencia. La muerte, la infidelidad, el desamor, la envidia, el trasfondo de la violencia política de la época, entre otros elementos de interés, vuelven a ser protagonistas en un mundo que todavía no concibe la razón como prenda de garantía para la discusión y el entendimiento. En esta novela, Ignacio Verbel deja claramente dicho una cosa importante: el diálogo y la comprensión social aún son herramientas poco aprovechadas por la gente para resolver conflictos, pese a su profunda utilidad.
      En fin, Ignacio Verbel Vergara, incursiona con pie derecho en la novelística colombiana con una historia que, salta a la vista, no pretende otra cosa que ser una gran compañía durante un domingo de descanso o un viaje hacia tierras lejanas. “Los años de Noemí”, es un buen trabajo literario y un salto hacia delante de Ignacio en la endurecida tierra de las letras que escogió para vivir. Estoy seguro de que esta obra es y será por la eternidad un referente, el más notable, quizá, de la literatura sucreña.

Correo: nadimar63@hotmail.com

miércoles, 22 de agosto de 2012

Vox Populi

Hoy, de amores platónicos y de gaitas. I

Por Alfonso Hamburger

Esta mañana, antes de que la leche se derramara en el fogón de leña, pensé en escribir estas memorias llovidas sobre las fiestas patronales de San Jacinto, el pueblo más ancestral de Colombia, con una cultura comprobada de más de cuatro mil años antes de Jesucristo. Los datos reposan en el museo, en el edificio de la vieja Alcaldía, donde las Mendoza, en espera de ser vistas y comprobadas por propios y visitantes.
      Quise arrancar con lo de la leche porque el producto de las vacas estaba cantando en la olla, crepitando como crispetas, con ganas de derramarse. Y se derramó, porque “La leche es traicionera” como si fuese gente. Apenas la muchacha se distrajo sirviendo el tinto, la espuma subió hasta el copito de la olla y vertió sus espumas en la candela viva. Eso, según se dice, es malo para el ganadero, porque se le seca la ubre a la vaca. Zetas de viejos.
      Mientras hablábamos de la fiesta tan nutrida que hemos celebrado, nos sirvieron los chicharrones de cerdo, de adentro y de afuera, cosa que me acaba de prohibir el médico. Pasé, sin darme cuenta que era alérgico al cerdo, más de cuarenta años. Cada vez que comía chicharrones me aparecían manchas en el cuerpo, como si un vampiro me chupara. A veces aparecían figuras abstractas, marcas de una mordida de mujer, incrementando los celos de mi negra, caray.
       No hubo más remedio que comer yuca con suero, queso y café con leche, que habían llegado como adorno del chicharon. Hacer el resumen de las fiestas ameritaba estar bien alimentado, por aquello de que barriga harta corazón contento, de modo que a la carga:
      Lo primero fue el gran abrazo en la plaza de los Gaiteros (así la bauticé yo mismo hace 23 años), tejida de cuerpos, mujeres bellas, mucha música, limpia de cantinas, que fue una gran decisión. No alcazaba para tantos abrazos no dados en tantos años de ausencia. La iglesia de rancho, bastante vetusta, especialmente el viejo camellón interno, donde ya no está la gran ceiba. Puros escombros. Sería bueno liberar este callejón y entregárselo al pueblo, pues eso no pertenece a la Curía. Ese callejón se puede recuperar como zona verde, de parque y de tertulias. No tiene sentido tener encerrado los escombros del pasado. Esa fue una de las decisiones antipopulares del padre Cirujano Arjona, cuyo merecido busto está cagado de pájaros y de años, en la entrada del rancho.
      Lo segundo, ya en la zona VIP, donde costaba la entrada cinco mil pesos (¿Quién controlaba esos ingresos?), empezaron los abrazos no dados desde años. El primero fue el de Manuel Villa Díaz, a quien le decíamos el ciruelo, pues en el periplo del bachillerato siempre estaba enyesado. Se caía y se partía. Pero era un back central fuerte y técnico, un poco lento y risueño, pero seguro, que se entregaba a cada balón cuando coincidimos en el mejor equipo juvenil de San Jacinto de todos los tiempos: Estudiantes del Pio XII, de uniforme sencillo, suéter amansa loco blanco y pantaloneta roja. Mane Villa Díaz, necesariamente había que mentar los dos apellinados para diferenciarlo de Manuel Villa Nader, otro gran amigo ya desaparecido. Después de 23 años sin verlo, casi no lo conocía. Si no se quita la cachucha que llevaba puesta no lo identifico en la brevedad de la luz. Está gordo y sus ojos achinados fueron el rasgo por donde me encontré con los recuerdos. Nos fundimos en un fuerte y sincero abrazo. Después del bachillerato nos dispersamos. Él se fue a Montería, donde coincidimos en 1987. Después dejamos de vernos. Su mujer, una extraordinaria mujer, murió de cáncer, después de una lucha de seis años que afectó toda la familia. Le quedan dos hermosos hijos, una pareja, ya profesionales, de 24 y 25 años. Cuando me dio la noticia sus ojos se aguaron. Y los míos también, en medio del lamento de una gaita. Estaban por allí Edgar, su hermano y el famoso Jopito de Cabuya, dejado plantado por una mujer señalándole que “Yo no puedo ser la novia de un jopo de cabuya” También la Luchy Acosta y su hermano.
      Siguieron en el reencuentro Rodrigo Rodríguez; Feliz Mejía (que me debe un suéter especial con el que me amaga solamente), Sarita del Guamo, Rafael Ramos y Laura Cardona, quienes llegaron de Cartagena. Por ahí iba el rastro de Numas Gil Olivera, que no pierde el vicio de ser jurado de las gaitas. Jurado de lujo. Siembre camina embebido en un son gaitero. Le mandé a decir que deje esos viejos de la filosofía descansar en paz.
      Sería interminable la lista de los abrazos, pero quiero pasar por los de Rafael Lora, “la Conavi”, Dalmiro Lora (El Pechón) Y Javier Arrieta, tres de los mejores futbolistas de Bolívar en todos los tiempos. “La Conavi”- ya bastante viejito- detenía los cronómetros en 10 segundos. Hacia túneles imposibles, se eludía hasta los charcos del campo de futbol llovido con sobrada des complicación y lucidez. Dalmiro era potencia y gol. Javier elegancia y precisión, siempre jugaba con la cara levantada y el balón atado a los pies.
      Me hicieron ruborizar al recordarme, entre reclamos y risas, que cierto día que estaban reunidos en el puente les tomé una fotografía, que el editor de El Universal utilizó para ilustrar una nota sobre el desempleo. En el pie de fotos pusieron algo como así: “Así pasan los desocupados de San Jacinto, brillando las barandas del puente de La Bajera con sus fundillos”.
      “EL Conavi”, digna estampa de su padre, el difunto Monito Lora, carnicero de cuchillo y peso de totuma, recordó que los primeros guayos que tuvo, eran míos. Se trataba de unos zapatos color y arrugas de mondongo.
      Después pasó algo maravilloso. En escena apareció uno de mis amores platónicos. Vive en una ciudad costeña con su digno esposo y tres bellos hijos, dos ya profesionales. Ella, diminuta y despierta, de una fresca sonrisa ancha, se mantiene en mis recuerdos intacta, como si en realidad los años no hubiesen pasado. De catorce años, ella barría el sardinel de su casa. Mientras el restra parrandeaba y berrinchaba, ella ponía su mano en la casona fresca de palma, sobre el arroyo. Mi único y tímido piropo de aquellos años de fogosidad e ingenuos, era precisamente decir que barría muy lindo, pero de repente y en menos de lo que canta un gallo, desde los dieciséis cayó en las garras de un profesor que le llevaba 16 años, le doblaba la edad. Pero ella, que lo sigue amando como el primer día, aprendió a madurar a su lado. Y lo curioso, es que todos en el grupo, mientras bailaban y palmoteaban al son de la gaita, sabían que fue mi amor platónico, tan calumniado. En ese momento, cuando los celulares no dejaban de registrar el reencuentro, apareció Numas Gil para aclararnos el tabú del amor platónico, que es real, tan real que lo único que no lleva es sexo. Son amores tan reales que entran y nunca salen. Son los amores verdaderos.
(Continuará)

domingo, 19 de agosto de 2012

Desde las troneras de San Felipe


El paseo de las batas

Por Juan Carlos Céspedes Acosta

Como todo ciudadano de este jodido mundo, salgo a tomar mi transporte para ir a vender mi fuerza de trabajo, como bien diría el cuasi olvidado Marx. Después de sortear pitos y aspavientos de esas banderas humanas que cuelgan de buses y busetas, ofreciendo llevarlo a uno por menos plata, si se monta por la puerta trasera, cojo lo que parece un bus, digo parece, pues más se asemeja al cerco de una antigua trinchera con tanto óxido y alambres sosteniendo cojines y pasamanos. Vencidos los obstáculos a punta de permiso, termino en la parte trasera de esta pesadilla móvil. Aclaro que me monté por la parte delantera, ya que no falta el malicioso. Me sumergí en meditaciones que iban desde pagar los servicios públicos hasta ¿qué hará Uribe ahora para volver a la Presidencia?, cuando de pronto se coloca a mi lado una joven estudiante, bien vestida ella, con el uniforme de una universidad local, pero con la particularidad que llevaba colgado de un horrible bolso de falsa artesanía, una bata que fue blanca. Me la quedé mirando (a la bata), la joven apretó su bolso creyéndome un ladrón, yo también hubiera creído lo mismo con sólo verme la cara. Le pregunté ¿por qué no guardaba la bata en el bolso?, y se enojó, cosa nada rara en esta ciudad donde todo el mundo quiere y sabe morder. Pero me hice el desentendido y le volví a preguntar si no había en su casa alguna bolsita de esas que dan en los supermercados. Me torció los ojos, lo que me demostró que ya empezaba a interesarse en mí. Le dije que si no le parecía antihigiénico llevar ese trapo afuera después de estar examinando pacientes con enfermedades infecto-contagiosas (recuerdo de las falsas excusas médicas de colegio) o en el peor de los casos, de estar abriendo en canal a algún difunto, que muy a su pesar “donó” su cuerpo a la ciencia después de “una reyerta callejera”. “Eso a usted no le importa”, me contestó molesta mientras pedía la parada.
      Me quedé pensando si de verdad no me importaba que me atendiera de urgencia alguno de estos mete monos disfrazados de médicos, que gritan a los cuatro vientos “¡soy médico!”. “¿Es que no me ven, o es que no me oyen?” (con el permiso del griego*). Mientras me agarro al pasamanos del “pringacara” ejecutivo como condenado a muerte, me pregunto de quién será la responsabilidad de esta estúpida vanidad de andar mostrando bata. ¿Será de las facultades de medicina de las universidades?, ¿será cuestión del mundo light en que sobrevivimos?, ¿será por imitación de algunos tontos que van con sus batas como pasajeros en sus autos?, ¿será poco carácter?, ¿baja autoestima?, ¿será que creerán que los respetarán más si saben que son médicos?... Disculpe, señora, no quise recostárselo. Es culpa del conductor que le mete gente al bus como si esto fuera elástico.
      Además, ya esto va para contagio: estudiantes, paramédicos, bacteriólogos, enfermeras, odontólogos, químicos, esteticistas, veterinarios y otras hierbas (como dicen los literatos), van con sus batas percudidas y amarillentas por doquier. Esta prenda debe ser utilizada en el lugar de trabajo o en su sitio de estudio. La solución es muy sencilla, una simple vacuna de humildad, o, en caso extremo, una bolsa made in mercado público.
      La vista de mi destino me saca de estas cavilaciones, y en medio de una música estridente, pido la parada a toda voz, ya que el timbre no sirve y el sparring no sabe chiflar. ¡Claro, me pasaron dos cuadras!

* Celebre vendedor ambulante de Cartegena

Correo: siddarthapoeta@gmail.com